Tribuna:

Del ciudadano Kane al ciudadano Bush

William Randolph Hearst, que inspiró la película El ciudadano Kane, es uno de los personajes más representativos de la política norteamericana. Decidido partidario de la expansión del incipiente imperio norteamericano, se valió de su emporio periodístico para alentar una política que llevase a Estados Unidos a liderar la escena internacional. Su amplio recorrido vital, nació en San Francisco en 1863 y murió en Beverly Hills en 1951, llenó una época crucial para la configuración de los pilares económicos y militares que sentaron las bases para ocupar el lugar que en la historia habían te...

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William Randolph Hearst, que inspiró la película El ciudadano Kane, es uno de los personajes más representativos de la política norteamericana. Decidido partidario de la expansión del incipiente imperio norteamericano, se valió de su emporio periodístico para alentar una política que llevase a Estados Unidos a liderar la escena internacional. Su amplio recorrido vital, nació en San Francisco en 1863 y murió en Beverly Hills en 1951, llenó una época crucial para la configuración de los pilares económicos y militares que sentaron las bases para ocupar el lugar que en la historia habían tenido los grandes imperios del pasado.

Dueño de un grupo editorial influyente (New York American), le tentó la política, como a muchos otros en parecidas circunstancias. Se presentó a la alcaldía de Nueva York y a gobernador del Estado, siendo derrotado a pesar del apoyo de sus medios. Comprendió que su influencia podía desarrollarse más intensamente desde las columnas de sus periódicos y fue un propagador infatigable de informaciones sensacionalistas que incidían en la política norteamericana con mucha más efectividad y logros de los que hubiera conseguido desempeñando algún cargo público. Los españoles del final del siglo XIX tuvieron oportunidad de comprobar la eficacia de la campaña, orquestada y amplificada por sus medios, para movilizar a la opinión pública norteamericana y ofrecerle la oportunidad de intervenir en Cuba, montando un falso escenario en el que el hundimiento del buque norteamericano Maine fue el detonante que justificó el apoyo a los independentistas cubanos.

La historia de Norteamérica ha ido ensanchando esos horizontes. El abandono de su tradicional aislacionismo ha permitido a sus gobernantes y líderes económicos establecer alianzas bilaterales y multilaterales que le han otorgado el protagonismo indiscutible de la política mundial.

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La culminación de esta política tuvo inicialmente una vertiente económica que les produjo réditos notables y, al mismo tiempo, un mejor conocimiento de otras sociedades. El libro de Jean Jacques Servan Schreiber El desafío americano reflejó, de forma extraordinariamente lúcida, el poderío económico del modelo norteamericano de gestión industrial y financiera.

Después de varios avances y retrocesos, reflejo de la movilidad e inseguridad de la sociedad americana, se ha impuesto, por la técnica del sistema electoral y por el efecto de los votos mariposas de Florida, un presidente que representa, por fin, el anhelado espíritu de la América fuerte y sin complejos o inhibiciones democráticas.

El ciudadano Bush, nacido para gobernar, encarna mejor que nadie a ese sector de la sociedad, mediatizada y bombardeada por los medios de comunicación. Los diseñadores de la actual política norteamericana quieren sembrar el germen de la inseguridad permanente para que más fácilmente se olviden los instrumentos políticos de control democrático y se cedan, sin reservas, las libertades, a cambio de un nuevo orden mundial. Hasta el momento, sólo han ofrecido desolación, odio, fanatismo y división, con grave riesgo de una explosión incontrolada que se le escape de las manos a sus artífices.

El sensacionalismo, la mentira y la manipulación del ciudadano Kane han sido reproducidos y potenciados en la era del ciudadano Bush. Los medios de comunicación afines a la doctrina dominante han imitado las secuencias del famoso programa radiofónico dirigido por Orson Welles en los años treinta, que sembró el pánico en la sociedad norteamericana al anunciar la invasión de la Tierra por los extraterrestres. El último episodio de esta farsa -la compra por Irak del uranio africano- acaba de ser confesado sin rubor por la Casa Blanca.

Los efectos degradantes de las políticas del miedo y del recorte de las libertades han perturbado la vida diaria de muchos ciudadanos americanos. Me parecen muy reveladoras unas recientes declaraciones de la tenista Martina Navratilova. En tiempos, su abandono del comunismo y su huida a la libertad fue un símbolo de la superioridad de nuestro sistema democrático. La ex ciudadana checa acaba de manifestar que determinadas leyes limitadoras de las libertades, la actitud del Gobierno y el control de sectores de la información, le recuerdan el ambiente que vivió en la república comunista.

Las armas de destrucción masiva fueron el pretexto para volcar a su favor a la opinión pública nacional y para convencer a gobernantes de otros países, como España, de la necesidad de hacer frente a un peligro inminente, que ha resultado imaginario.

Pasados los efectos de la guerra, los mecanismos de control que celosamente conserva la sociedad americana se han puesto en funcionamiento. El Congreso y el Senado han creado sendas comisiones de investigación, a impulso de republicanos y demócratas, y algunos medios de comunicación exigen explicaciones sobre la trama engañosa, que consideran ofensiva para la opinión pública norteamericana.

La inteligencia crítica de algunos medios ha llegado a plantear al presidente que busque las armas de destrucción masiva en donde menos piense que están. Cuando perdemos alguna cosa en nuestra casa, la encontramos en el lugar más inesperado, después de reconocer uno a uno todos los rincones. Esperamos que la Administración de Bush no invada uno tras otro todos los países de Oriente Medio hasta descubrir que las armas químicas y bacteriológicas son un espejismo del desierto.

Esta búsqueda de responsabilidades, por exclusión, me recuerda una divertida narración corta del inolvidable Jardiel Poncela: Los treinta y ocho asesinatos y medio del castillo Hull. Parodiando las novelas de Agatha Christie, sitúa la acción en una velada de fin de semana a la que acuden treinta y nueve invitados. Sucesivamente van muriendo de forma violenta. El único superviviente termina admitiendo, con impecable y elemental lógica, que el asesino es él.

Los creadores y diseñadores de la actual estrategia, invocando a Marte, dios de la guerra, han dado la orden de partida, no se sabe hacia qué lugar y hacia cuáles horizontes. Para desautorizar las voces de la razón, tildan de corrompidos a los que defienden el derecho internacional, denigrando a muchos ciudadanos, por rechazar la fuerza viril de los tanques, aviones y bombas de destrucción masiva, prefiriendo solazarse en los placeres pecaminosos que nos ofrece la diosa Venus. Estoy seguro que afortunadamente muchos americanos participan también de esta opción, tan reconfortante y vitalista.

Muy a su pesar, los marcianos y los venusinos se reparten a lo largo y ancho del globo terráqueo. Etiquetar a un país o a un continente con estos adjetivos, prefabricados por ingeniosos creadores de marketing político, es una burda distorsión del sentido común.

La historia no se va a parar en esta fase que estamos viviendo. Otras alternativas, como una Europa unida, segura de la firmeza y superioridad de los principios sobre la fuerza, puede servir de contrapunto a este grupo de marcianos que sólo ofrecen el caos y la inseguridad permanente. Alguien debería explicarles que el planeta Marte, que es posible que en otros tiempos estuviese habitado, es hoy un inmenso y desolado mar de hielo y de cenizas rojas.

José Antonio Martín Pallín es magistrado del Tribunal Supremo.

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