Columna

Epicuro

Con su libro sobre Epicuro, ese ilustre sevillano que es Emilio Lledó, a quien admiro, iluminó las oscuridades que deformaban, al menos en este país, las ideas filosóficas y la ética del pensador griego al que se le ocurrió utilizar la palabra placer que tanta desconfianza generó. Pero eso es cosa de profesionales y mi teoría es mucho más sencilla.

Con ocasión de la reedición del libro de Lledó hemos podido leer en los medios grandes palabras como justicia, sabiduría, felicidad, belleza, amistad y amor que, aunque llevemos toda nuestra vida oyéndolas nos siguen sonando maravillosas, per...

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Con su libro sobre Epicuro, ese ilustre sevillano que es Emilio Lledó, a quien admiro, iluminó las oscuridades que deformaban, al menos en este país, las ideas filosóficas y la ética del pensador griego al que se le ocurrió utilizar la palabra placer que tanta desconfianza generó. Pero eso es cosa de profesionales y mi teoría es mucho más sencilla.

Con ocasión de la reedición del libro de Lledó hemos podido leer en los medios grandes palabras como justicia, sabiduría, felicidad, belleza, amistad y amor que, aunque llevemos toda nuestra vida oyéndolas nos siguen sonando maravillosas, pero eso sí, quizá un poco lejanas.

Por ejemplo, no es fácil imaginar hoy una sociedad en la que el sonido de esas palabras produzcan un escalofrío de realidad posible y se le ocurra ponerlas en la práctica de verdad, en su más profundo sentido. Para ello harían falta muchos ciudadanos convencidos de que lo mejor que pueden desear es esa felicidad que tan bien explica Lledó y además entre amigos, es decir: queriéndose los unos a los otros de tal manera que no necesitarían competir sino todo lo contrario: Ese puesto de trabajo para ti que yo ya encontraré otro, y si no tampoco me preocupa porque tengo pocas necesidades.

Y tampoco sería suficiente; después también serían necesarios entramados sociales, desde la base hasta la cúspide de la pirámide, dispuestos a tomar la misma decisión: los empresarios y los políticos compartiendo ideas felices y dejándose el lugar los unos a los otros, pues, como todos desearían el bien público, resultaría indiferente quien se tomara el trabajo de llevarlo a cabo. Algo así como que ni la fama, ni el poder, ni el dinero den la felicidad que merece la pena. Me pregunto qué sería en ese caso de la televisión, sin famosos ni anuncios -porque apenas habría consumo- ni propaganda electoral.

Suena igual de bien que ha sonado siempre; lo malo es que nunca faltan los listillos, y con uno solo sería suficiente para convertir esa maravillosa ideología en orwelliana. No es que todos seamos lobos, pero donde haya una manada, por pequeña que sea, nadie quiere ser cordero.

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