Tribuna:

Por qué Mallorca votó al PP

Después de sostener durante cuatro años y contra todo pronóstico un incómodo acuerdo de coalición, la frágil mayoría de izquierdas ha agotado el único turno que le tocó en suerte y ha devuelto al Partido Popular la hegemonía institucional que la derecha disfruta desde el estreno de la autonomía balear. De hecho, con la inesperada victoria en 1999 del Pacto de Progreso -posible gracias al préstamo de un ambivalente y minoritario partido regionalista- se interrumpía la trayectoria de un partido acostumbrado a gobernar sin esfuerzo sus islas conservadoras. Pero la irrupción de cinco partid...

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Después de sostener durante cuatro años y contra todo pronóstico un incómodo acuerdo de coalición, la frágil mayoría de izquierdas ha agotado el único turno que le tocó en suerte y ha devuelto al Partido Popular la hegemonía institucional que la derecha disfruta desde el estreno de la autonomía balear. De hecho, con la inesperada victoria en 1999 del Pacto de Progreso -posible gracias al préstamo de un ambivalente y minoritario partido regionalista- se interrumpía la trayectoria de un partido acostumbrado a gobernar sin esfuerzo sus islas conservadoras. Pero la irrupción de cinco partidos diferentes en un mismo Gobierno, la reñida distribución de sus respectivas áreas de influencia, el desafinado concierto al que sometieron sus discursos, la rivalidad que disimulaban sus líderes, no ha dado al ciudadano una imagen muy clara de lo que significa ser gobernado.

Los nacionalistas vieron reiteradamente postergada su urgencia soberanista, Izquierda Unida se sentía peligrosamente cerca del partido socialista, los verdes se vieron obligados a tolerar de mala gana el proxenetismo desarrollista, los socialistas veían insistentemente diluida su fuerza de hermano mayor y los regionalistas descubrieron que no conviene ser de izquierdas y de derechas durante demasiado tiempo. Es cierto que entre todos sumaron la mitad más uno necesaria para resolver la aritmética parlamentaria, pero durante estos cuatro años la mayoría de la población votante prestó al Partido Popular una complicidad más fiel de lo inicialmente previsto. Y ahora el Pacto de Progreso se ve obligado a devolver el bastón de mando y cerrar el ejercicio con un triste balance: la propaganda de la gestión rinde menos que la propaganda de la ilusión.

Los nacionalistas han perdido un diputado; Izquierda Unida, uno más; los regionalistas, casi no han sido necesarios; a los incómodos verdes, cada vez se les desea menos como compañeros de coalición. Y aunque el PSOE ha ganado en esta derrota dos diputados, durante algún tiempo no podrá evitar el reproche de haberlos robado intencionalmente a sus socios de gobierno.

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Magullado y ofendido, el Pacto de Progreso podrá aprovechar la pausa para reflexionar y buscar respuesta a preguntas que nadie quiere hacerse en voz alta: de qué sirve gobernar si el programa anunciado no puede ejecutarse, para qué sirve una tribuna si callas lo que piensas, para qué necesitan progresar los que sólo quieren prosperar.

Las recientes elecciones autonómicas han sido en Mallorca la encuesta de población activa más esperada de los últimos tiempos, la más política de las convocatorias celebradas para conocer la voluntad popular y el irritado ocaso de una antigua presunción izquierdista: ellos (los que votan al PP) no saben lo que hacen.

Para los creyentes sinceros siempre ha sido un motivo de perturbación oír pronunciar en vano grandes palabras ante un auditorio indiferente. Libertad, igualdad, solidaridad y progreso, por ejemplo, son ondas expansivas a la búsqueda de simpatía política y no puede entenderse una población que acoge con abulia la declaración fundamental de nuestro tiempo. ¿Por qué motivo el discurso racional de la izquierda no concita en Mallorca una más amplia y generosa adhesión? ¿Quién esboza la sarcástica sonrisa de la desconfianza cuando se convocan los estados generales de la justicia? ¿Qué poderosa fuerza escéptica arruina el evocador poderío de la utopía ecologista? ¿Y cómo es posible que unos universales tan elocuentes no sean para cada votante una promesa personal?

Si las huestes de Garibaldi hubieran asustado a los gatopardos mallorquines, si la guillotina previa de Robespierre hubiera puesto los pelos de punta a unos cuantos, si los burgueses panzudos venerasen la peluca de Voltaire y sus hijos ingeniosos capitanearan la locomotora industrial, la mayoría entendería mucho mejor para qué puede servir, en ciertas circunstancias de emergencia histórica, un pacto de progreso. Pero tal cosa no sucedió jamás.

Lánguidamente prolongado hasta la década de los cincuenta, el apacible siglo XIX se vio súbitamente interrumpido por la única revolución que ha ensalzado económicamente a los humildes y arruinado de un solo tajo a sus jefes en una sola generación. El turismo alteró las costumbres, las estructuras económicas, los clanes sociales, las devociones religiosas, las obediencias jerárquicas y el arcaico hábito de la conformidad popular, y corrigió el tradicional vínculo entre dominio y sumisión transformando al ciudadano en colono de su propia tierra, ofreciéndole unas posibilidades ilimitadas de explotación y un caudal de beneficio al servicio de la soñada autonomía individual. Para todos aquellos condenados a escoger durante generaciones entre emigración o fatalidad, a subsistir decorando una estampa costumbrista o a esperar las instrucciones que curas, falangistas y butifarras distribuían, no estaba nada mal el invento: ser miembros de pleno derecho de una industria democrática que a todos recompensa a cambio de trabajo y astucia.

Obviamente no se ocuparon las instituciones políticas del franquismo, pero fue una revolución económica que dejó obsoletas las viejas estructuras feudopatriarcales y una revolución sexual digna de Wilhem Reich. Los butifarras (apodo cariñoso con que se distingue a los herederos de los clanes aristocráticos), los falangistas y los curas se vieron desbordados por un proceso social en el que ya no servían para nada. Y lejos de su dominio surgió la Mallorca revolucionaria de los albañiles, yeseros, electricistas, carpinteros, taxistas, constructores y camioneros, comerciantes, aparejadores, pequeños hoteleros que poco a poco fueron grandes hoteleros, y esa larguísima nómina de profesionales autónomos y asalariados que desde entonces se ganan la vida siendo parte de una marea humana que ocupa y explota el territorio insular.

Sólo desde la perspectiva de esta formidable experiencia personal y colectiva de liberación económica -en contraste con la sombría pesadumbre del pasado- podrá entenderse el valor inverso que políticos y ciudadanos dan a las imágenes que unos y otros utilizan. Cuando los ecologistas expresan su nostalgia por la virginidad original del paisaje, la mayoría de la población recuerda las inaccesibles fincas de los butifarras y la miseria y fealdad de los salarios eventuales. Cuando los socialistas postulan la necesidad de racionalizar la construcción y limitar el número de turistas, la población teme una inminente campaña de racionamiento. Cuando los nacionalistas exaltan las esencias patrióticas, la población lamenta que otra vez los curas se metan en política.

El abismo que separa los imaginarios políticos es cada vez mayor y lo que dificulta el entendimiento es, ante todo, una tenaz complicación de lenguaje. Cada vez que el Pacto de Progreso ha tensado las relaciones con los estamentos económicos para reforzar su identidad de izquierdas, se producía un difuso malestar entre esa amplia mayoría de la población ligada directamente a la actividad económica esencial. Cuando el presidente socialista Francesc Antich polemizaba con los hoteleros llamándoles "los poderosos", perdió de vista que este reproche retórico es para muchos un verdadero cumplido. Los propietarios de los dos principales grupos turísticos mallorquines, hoy poderosas multinacionales del sector, comenzaron su carrera hace unos años, siendo, respectivamente, botones y chófer.

Dos especialísimos rasgos del carácter isleño deberían ser cabalmente comprendidos por el que tenga la osadía de ponerse a gobernar. Una susceptible e irritada conciencia del espacio vital individual. Y un escepticismo indolente ante los mensajes del sermón dominante. Son gravísimas estas dificultades, pues, a la reacción arisca de las corporaciones profesionales o empresariales ante sus planes legislativos, el político debe sumar siempre la sapiencial desconfianza de todos los demás.

Como los mallorquines no se consideran culpables por haber nacido en una isla, tampoco están dispuestos a ser víctimas de sus limitaciones territoriales. Y la fórmula revolucionaria de prosperidad por territorio, que convierte al colono en depredador, sigue siendo válida para los que niegan a la autoridad el derecho de imponer sacrificios a los demás. Ya sabemos que la avaricia es insaciable y la ambición difícil de colmar, pero el caso mallorquín es sustancialmente distinto: nadie quiere ser el primero en morderse la lengua, y algunos estiman que es mejor enseñar los dientes. ¡Ay del gobernante que no lo comprenda!

Pero algún día ese gobernante, cansado y espantado, deberá asumir finalmente la desagradable responsabilidad de anunciar la inminencia del colapso y articular entre sindicatos y hoteleros, ecologistas y constructores, izquierda y derecha, un pacto de prosperidad que, sin embargo, defina los límites ambientales y económicos del crecimiento.

Basilio Baltasar es editor.

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