Columna

Laponia

Salgo de las fotos de Philip-Lorca diCorcia, en la Fundación Telefónica, con la misma sensación de irrealidad que encuentro en la Gran Vía. Se diría que están produciéndose filtraciones de infierno, fugas de fuego que apenas permiten caminar. Hay una angustia de vasos comunicantes, y mi asfixia es la asfixia del asfalto y de los edificios, y mi flaqueza es la misma con la que flaquean los semáforos, y ya quizá los coches no puedan orientarse y se detengan y por sus ventanillas asomen los conductores y miren sudorosos alrededor, desconcertados de su interrupción hasta que dan conmigo: estoy par...

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Salgo de las fotos de Philip-Lorca diCorcia, en la Fundación Telefónica, con la misma sensación de irrealidad que encuentro en la Gran Vía. Se diría que están produciéndose filtraciones de infierno, fugas de fuego que apenas permiten caminar. Hay una angustia de vasos comunicantes, y mi asfixia es la asfixia del asfalto y de los edificios, y mi flaqueza es la misma con la que flaquean los semáforos, y ya quizá los coches no puedan orientarse y se detengan y por sus ventanillas asomen los conductores y miren sudorosos alrededor, desconcertados de su interrupción hasta que dan conmigo: estoy parada en la esquina de la calle de Fuencarral, me he quedado muy quieta, procurando observar. Estoy en Madrid como los personajes de DiCorcia están en Nueva York, en Roma, en Tokio o en Hong Kong: suspendidos en el tiempo. Con esa extrañeza de las imágenes congeladas. Aquí, como en las fotos de la serie Streetwork de DiCorcia, todo parece vacío de sentido y, a la vez (si se observa), casi podría verse con claridad cada gesto, cada actitud, cada postura animados por un sinfín de causas, de impulsos, de influencias, de intereses, de afanes, de caprichos: la trama sofisticada de la existencia, los particulares creando un universo. Sin rumbo. Sin razón. Cuando DiCorcia dispara, cesa hasta el más mínimo movimiento y sólo queda la luz. Aquí, turbia, cegadora, caliente; ¿es la misma que se posa en trocitos en el cuello de un niño en Londres o en la nariz de un señor en Los Ángeles? Esa luz aquí irreal que, sin embargo, en esas fotos es lo único que nos hace retornar a la realidad: su calidad, esa técnica perfecta que la devuelve como un astro. Vuelvo en mí. Vuelvo yo y vuelve el movimiento. Los coches arrancan, las personas caminan, los semáforos cambian de color. Regreso de las calles de DiCorcia a la Gran Vía, mi casa inhóspita e infernal.

Entonces pienso en Laponia. Como por arte de magia (por magia de arte), la temperatura desciende 30 grados y empiezo a tiritar, frotándome las manos. Silba un viento delgado. Llevo puestas unas raquetas raras en los pies, que así apenas se me hunden en la nieve. Pero camino torpemente, y eso me hace sonreír. Eso y los huskies. Algunos se han tumbado a mi lado y posan sobre mí sus ojos transparentes. Otros corren calle Alcalá abajo desprendiendo, jadeantes, una lluvia de escarcha y su ladrido se pierde en un horizonte de tundra. Avanzo por esa paz y me interno en sus bosques. Sé que lo que me ciega es un sol de medianoche que nunca se pondrá, sé que en invierno llegará la aurora boreal. Me acompañan ciervos, osos, linces, me adelantan trineos. Todos se han convertido en samis y tienen decenas de maneras de decir reno o blanco. ¿Cuántas tengo yo de decir realidad? En la Gran Vía ardiente, paseo por Laponia y sé que llegaré a esa cabaña de troncos donde me espera otro fuego que aviva y alimenta. Como el amor ("En verano, los lapones pescamos y hacemos el amor. En invierno, pescamos menos", contaron al escritor viajero Luis Pancorbo).

Como en una foto en gran formato de DiCorcia, me he quedado suspendida en la calle, enmarcada en su tensión y en su drama, iluminada a un tiempo por la luz natural de mediados de junio y por el artificio estroboscópico de mi propia mirada. Podría estar en Laponia (en Kemi, en Rovianiemi). Estoy ("Laponia, un Estado geográficamente tatuado en el cuerpo", dice la escritora Ruth Baza). Estoy en Madrid y estoy en Laponia, y veo mi cara congelada como en la serie de retratos Family&Friends de DiCorcia. Como en ellos, quizá diga más lo que me rodea (¿Ivalo, la Gran Vía?) que mi rostro mismo. Y veo a Catherine (sus cosas sobre la mesa) y a Noemí (que es Ofelia sobre las aguas) y a Alice (que está en el andén del metro a punto de perder para siempre el equilibrio, de levitar o despedirse: ¿está viva todavía?, ¿por qué casi sonríe?) y a Mink (abrazada a su gato con la mirada perdida). Y sé que están pasando cosas que en ellos no se explican. Como no se explican las cosas que pasan por las cabezas de la serie Heads ni su luz de pintura flamenca: si puedo ver el más mínimo grano de una cara, ¿puedo deducir sus sentimientos? ¿Están ahí? Si puedo ver Laponia, ¿por fin nunca se pondrá el sol? ¿Estoy ahí? ¿Cuál es la realidad si, como dijo Oscar Wilde, "el verdadero misterio del mundo es lo visible, no lo invisible"?

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