Columna

El chocolate del loro

Hace unos cuantos años me vi en el trance de visitar a un viejo amigo -más bien un conocido del ámbito profesional- para mediar en la solución de un antiguo asunto. Había llegado a la cúpula en aquel ámbito y la encomienda pudo ser solucionada, según mis recuerdos. He olvidado cuál fue el motivo de la entrevista, pero quedó bien grabada en la memoria parte de la cordial conversación que mantuvimos en una esquina del fastuoso despacho, al que acababa de acceder por nombramiento directo. Tras la enhorabuena por su cargo, la exposición de motivos y la promesa de encontrar satisfactoria salida al ...

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Hace unos cuantos años me vi en el trance de visitar a un viejo amigo -más bien un conocido del ámbito profesional- para mediar en la solución de un antiguo asunto. Había llegado a la cúpula en aquel ámbito y la encomienda pudo ser solucionada, según mis recuerdos. He olvidado cuál fue el motivo de la entrevista, pero quedó bien grabada en la memoria parte de la cordial conversación que mantuvimos en una esquina del fastuoso despacho, al que acababa de acceder por nombramiento directo. Tras la enhorabuena por su cargo, la exposición de motivos y la promesa de encontrar satisfactoria salida al problema que le planteaba, tuvo la cortés deferencia de confiarme alguna de sus cuitas, ajenas al propósito que se daba por resuelto.

"Cuando tomé el timón de esta gran empresa pública -me dijo-, quise enterarme del terreno que pisaba. Poco tiempo pasó para comprobar que de los ocho mil empleados

[no recuerdo la cifra exacta, ni aproximada] sobraban las dos terceras partes".

"Pues echa a los que no sirven", repuse ingenuamente.

"¡Ja!" -contestó, mirando al horizonte. El horizonte era el lado opuesto del enorme recinto, nunca vi despacho tan grande-. "Como si eso fuera sencillo; lo malo es que tengo la certidumbre de que el día que abandone el puesto, aquí habrá once mil o doce mil empleados. No sólo es imposible atajar esta supernómina, sino que empleo parte de mi tiempo intentando encajar a los recomendados que me llegan de todas partes. Mi antecesor me dijo lo mismo que ahora te comento".

No le he vuelto a ver a solas desde entonces. Le apercibo en los raros acontecimientos sociales a los que, cada vez con mayor rareza, me invitan, y le he encontrado prematuramente envejecido, pero con un rictus de buen humor y condescendencia que yo sé que es falso. Pienso en él y en aquellos tiempos del siglo XIX que dieron lugar a la subespecie humana del cesante, que nutría primero las covachuelas, y después los cafés madrileños. "¡Colócanos a todos!" era el grito con que los votantes del pueblo despedían al diputado de la circunscripción al tomar el tren para la capital.

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Escalofría la posibilidad de que la alternancia democrática suponga que la Administración pública debe acoger, en los renglones del presupuesto, a los correligionarios de las facciones alternativas, con el evidente riesgo de que fuerzas políticas oportunistas acudan al reparto. Yo no tocaría nada, mientras el Erario aguante y no se le ocurra a alguien introducir en la burocracia a los inmigrantes no cualificados, lo que podría suceder cuando alcancen la categoría de ciudadanos con voto o en vías de conseguirlo.

Tiene un carácter sorprendente la función pública, y es su misteriosa elasticidad, al menos para los ojos profanos. Hay que dar por sentado que los ingresos del Estado son transparentes y lícitos. No estaría de más que lo fueran también la totalidad de sus gastos, aunque ya sabemos que las partidas se discuten en el Parlamento y hemos de atribuir a la oposición el empeño fiscalizador competente. Pero algo no va tan bien como debiera a la hora en que se producen situaciones extravagantes como sucedió hace unas semanas con el accidente aéreo que costó en Turquía 62 muertos militares por falta de medios apropiados. Hay casos en que la usura de medios es desastrosa, si no criminal. Como lo es el estado actual de los hospitales en Madrid, donde se busca el ahorro precisamente en el área de los recursos humanos. La gestión e intendencia de los centros sanitarios debe ser tutelada y vigilada, pero los recortes de personal inciden peligrosamente en la salud de los ciudadanos.

Las listas de espera -de las que puede depender la vida ajena- tienen raíz en la escasez de titulares especializados, en el ciclo semanal de los cinco días hábiles y en la incidencia de puentes y vacaciones, causa de muchas demoras. Los británicos importan enfermeras españolas, pero aquí, en los últimos veinte años, no ha habido las suficientes -ni de lejos- convocatorias de médicos residentes. No sabemos lo que ocurre ahora en las antes pródigas empresas estatales, ni si lo relatado al comienzo sigue endémico, pero con la salud no se juega. Algo se oye sobre la utilización intensiva de los quirófanos -a mí me intervinieron el otro día por la tarde-, y la solución, sin duda complicada, requiere por lo menos la atención que al asunto se le da en los períodos preelectorales.

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