Crítica:ESCAPARATE

Ahí vuelve el goliardo moderno

Sin razón aparente, el mítico Henry Miller (1891-1980), el goliardo moderno que vivió obsesionado por ser un monstruo de las letras y acusado de misógino visceral, el hombre que quiso "devolver la vida a la literatura", regresa ahora a nuestras librerías con inusitada fuerza, llamándonos a perdernos por sus paisajes del placer y de la culpa.

De su legendaria bohemia salvaje en París, huyendo de la Gran Depresión, surgieron tres novelas de carácter autobiográfico, entre la meditación y la anarquía moral y verbal, Trópico de Cáncer (1934), Primavera negra (1936) y ...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Sin razón aparente, el mítico Henry Miller (1891-1980), el goliardo moderno que vivió obsesionado por ser un monstruo de las letras y acusado de misógino visceral, el hombre que quiso "devolver la vida a la literatura", regresa ahora a nuestras librerías con inusitada fuerza, llamándonos a perdernos por sus paisajes del placer y de la culpa.

De su legendaria bohemia salvaje en París, huyendo de la Gran Depresión, surgieron tres novelas de carácter autobiográfico, entre la meditación y la anarquía moral y verbal, Trópico de Cáncer (1934), Primavera negra (1936) y Trópico de Capricornio (1939), la primera y la última reeditadas ahora por Edhasa revisando el texto de las esmeradas traducciones de Carlos Manzano. Las tres son libros radicales iluminados por la epifanía, en los que, como señala Jong en su ensayo entusiasta sobre Miller, el autor americano "encuentra una revelación espiritual en esa podredumbre que se aloja en el corazón de las cosas", pero el caso es que encabritaron a los puritanos más intransigentes, que sólo alcanzaron a ver en sus páginas los devaneos sexuales de un epígono de la más iracunda vanguardia. Se cuentan sin duda entre lo mejor de su obra, y pertenecen a la década de su explosión artística y su infierno emocional, los años en París con Anaïs Nin, Lawrence Durrell, Molly Bloom, Albertine y los paraísos artificiales, retratados en el libro de su cómplice Brassaï y en el filme de Philip Kaufman Henry & June (1990), un tiempo de libertad a ultranza y de ajuste de cuentas con la vida que también se refleja en el nuevo libro de Scott Donaldson, Hemingway contra Fitzgerald (Siglo XXI, Madrid, 2003).

Más tarde llegó la trilogía de

La crucifixión rosada, formada por Sexus (1949), Plexus (1953) y Nexus (1960), escrita con una ramplonería que sólo justifica la inercia con la que se copió a sí mismo tratando de emular la efervescencia verbal de sus obras de los treinta. Autodidacta y vividor, Miller llegó a decir que "todo lo que no se encuentre en la calle es falso, un sucedáneo, es decir, literatura", pero leyó de forma compulsiva a Proust y a Joyce, y su interés por Cendrars, Breton y Cocteau, y por la pintura de Matisse y Chagall, lo condujo ya sin remedio a crear un universo excéntrico valiéndose de la poética del surrealismo, onírica, provocadora y febril, engendrando imágenes que nos llevan a Buñuel, a Man Ray: "Esa mujer convertida en noche, y sus palabras como gusanos royendo el colchón. Aluvión de zafiros deslizándose, vertiéndose por las neuronas alegres. El negro océano sangrando, y las estrellas engendrando pedazos de carne fresca, mientras por encima revoloteaban los pájaros y del alucinado cielo caía la balanza. Todo lo que se ve con las cuencas vacías se abre como una hierba en flor" (Trópico de Cáncer). Su prosa libérrima y fulgurante, nacida de la improvisación y de un mecanismo creativo muy semejante al de los ready-made de Duchamp en versión narrativa, influyó sobremanera en la Beat Generation y en autores posteriores como Charles Bukowski o Norman Mailer. La posteridad ha querido que a su obra se le cuelgue el sambenito de obscena e irreverente ("esto no es un libro", dice de una de sus obras, "es un escupitajo a la cara del arte, una patada en el culo a Dios"), y su fama de pornógrafo pasado de vueltas e iconoclasta, delator del fariseísmo burgués, ha venido ocultando su grandeza de escritor imaginativo y visionario ("el mundo cada vez se parece más a un sueño de entomólogo. Se nos viene encima una nueva era glacial"), capaz de una soberbia metafísica de absenta y de disfrazarse de poeta en hermosos libros de viaje por Grecia o California como El coloso de Marussi (1941), a juicio de muchos, el mejor de sus libros, el más cercano a su misticismo, y Big Sur y las naranjas del Bosco (1957). No obstante, su obra entera queda anegada por la autobiografía, incluidos sus presuntos ensayos sobre D. H. Lawrence, The World of Lawrence (1980) y sobre Rimbaud, El tiempo de los asesinos (1946), y esa joya olvidada acerca de la expresión artística que es Order and Chaos Chez Hans Reichel (1966), que no son sino vanos pretextos para ejercitarse en el autorretrato.

Las mejores novelas del dionisiaco Miller, que jamás dejó de entender la escritura como un proceso redentor, se deben a narradores extenuados después de procaces páginas de monólogo feroz en torno a la vida y al arte, al sexo y a la literatura. Cuando la tormenta de hedonismo en la que se convirtió su vida hasta que la caricatura final remitió, el viejo Miller debió de mascullar, en su retiro de Pacific Palisades, "la chair est triste et, hélas!, j'ai lu tous les livres".

Archivado En