Tribuna:

Y ahora, ¿a ayudar a Irak?

Ya se ha acabado la guerra en Irak. Ahora, es de justicia que todos ayudemos a reconstruir el país. Pero es también de justicia que pensemos cuál es la mejor manera de hacerlo, y que ponderemos muy bien a quién le negaremos nuestra ayuda.

Todos reaccionamos inmediatamente a las llamadas para arreglar situaciones graves, de las que nos golpean todos los días en los medios de comunicación. Pero hay no poco sentimentalismo en esa reacción, y una buena dosis de falta de sentido común.

Primero, porque la ayuda no es siempre la mejor manera de resolver los problemas. Sí, desde luego, l...

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Ya se ha acabado la guerra en Irak. Ahora, es de justicia que todos ayudemos a reconstruir el país. Pero es también de justicia que pensemos cuál es la mejor manera de hacerlo, y que ponderemos muy bien a quién le negaremos nuestra ayuda.

Todos reaccionamos inmediatamente a las llamadas para arreglar situaciones graves, de las que nos golpean todos los días en los medios de comunicación. Pero hay no poco sentimentalismo en esa reacción, y una buena dosis de falta de sentido común.

Primero, porque la ayuda no es siempre la mejor manera de resolver los problemas. Sí, desde luego, los problemas urgentes: si faltan medicinas en los hospitales iraquíes, hay que enviar medicinas cuanto antes; si los niños de Costa de Marfil están sufriendo una epidemia de sarampión, hay que protegerlos inmediatamente. Pero la reconstrucción de la economía de un país con grandes reservas de petróleo, como es Irak, ha de hacerse no mediante ayudas a fondo perdido, sino contando con esos mismos recursos. Y eso no es falta de humanidad, sino sentido común.

Concluida la guerra de Irak, es necesario plantearse cómo ayudar a ese país a salir adelante. Pero la ayuda debe ser no sólo un brote del corazón, sino una estrategia pensada

Yo entiendo que el Gobierno español tuvo que volcar su ayuda en Galicia cuando la catástrofe del Prestige por razones políticas, económicas, sociales y humanas. Y entiendo que muchas instituciones gallegas hiciesen suyo el lema nunca más para obtener esa generosa ayuda -que, sin duda, ha sido muy generosa. Pero tengo serias dudas sobre la oportunidad de una parte importante de esa ayuda, tanto desde el punto de vista económico como del social y personal. La ayuda crea dependencia y corrupción, y arregla la economía de muchas familias, pero no siempre del modo más justo y eficiente.

La necesidad ajena crea mala conciencia, y todos corremos a ayudar, quizá para tranquilizar esa mala conciencia -y mejor si luego no volvemos a ver las imágenes que nos golpean. El hecho es que ahora le ha tocado a Irak ocupar la primera página de los telediarios y, por tanto, el primer lugar en la ayuda internacional. Estados Unidos, el primer donante mundial, ha desviado ya más de 500 millones de dólares hacia la futura reconstrucción del país. Una parte importante de esos fondos se aportan a costa de otros programas de ayuda.

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Lo mismo está ocurriendo con otros países, y con la ayuda privada. Antes mencioné la epidemia de sarampión en Costa de Marfil, un país herido por la guerra civil -pero que rara vez aparece en nuestros medios de comunicación. Unicef, el fondo de Naciones Unidas para la Infancia, pidió 5,7 millones de dólares para vacunar a ocho millones de niños contra esa enfermedad, pero sólo obtuvo fondos para llegar a 400.000 niños. Mala suerte para los demás: la caridad mundial se ha olvidado de ellos.

Esto es lo que suele ocurrir siempre. Durante la crisis de Kosovo de 1999, Unicef obtuvo el 100% de los fondos necesarios. Al año siguiente, sólo consiguió una cuarta parte: otras crisis humanitarias ocuparon la atención de los donantes mundiales.

No me parece mal que la gente reaccione generosamente para atender a esas necesidades que llaman a su puerta. Pero me gustaría que pusiésemos no sólo el corazón, sino también la cabeza, y eso tanto a la hora de ayudar a la rumana que pide en la esquina de nuestras calles -que parece haber hecho de eso su profesión- como al atender a los niños norcoreanos que mueren de hambre porque su Gobierno se gasta el dinero en armas.

Poner la cabeza significa decidir, primero, que dado mi nivel de vida puedo y debo ayudar a los demás. Segundo, qué parte de mis ingresos debo dedicar a ese fin con carácter regular, no ocasional -o sea, cómo meto las necesidades de los demás dentro de mi nivel de gasto mensual o anual: ¿quizá como un hijo más? Tercero, dónde debo dirigir ese dinero: qué causa o causas merecen mi atención, no porque estén de moda, sino porque realmente valga la pena ayudar, porque satisfacen necesidades reales, de esas que necesitan medios materiales urgentes. ¿Causas nacionales o de fuera? Las hay urgentes e importantes, en nuestro entorno y muy lejos de aquí, de modo que es razonable que uno deje correr aquí sus preferencias y se incline más por la salud o por la educación, por la atención de los damnificados por un terremoto o por la construcción de pozos de agua en el Sahel africano.

Ya se entiende que no estoy en contra de los que, vista una necesidad, tiran de cheque para poner su grano de arena, y luego se olvidan. Pero me gusta más la actitud de los que se toman en serio ayudar de una manera continuada, generosa, quizá anónima; que se molestan en pensar dónde hay necesidades verdaderas, y si su aportación es la mejor forma de satisfacerlas; que se comprometen por mucho tiempo; que piden cuenta del uso de su dinero y que están dispuestos a molestarse en buscar otra colocación para su ayuda cuando la que habían elegido deja de ser urgente o importante, o el canal empleado deja de ser digno.

Antonio Argandoña es profesor de IESE.

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