Crítica:

Una ética desde la experiencia

La muerte suele ser representada como término, límite último, umbral definitivo de la existencia. La tradición del pensamiento escatológico cristiano consagra este signo inconfundible de nuestra naturaleza mortal como emblema de nuestra condición finita. ¿Cuántos contratiempos, cuántas limitaciones, errores, cuánta impotencia, se asocian a la finitud, al hecho incontrovertible de que vamos a morir?

Sin embargo -piensa Joan-Carles Mèlich- la finitud es algo muy distinto de la condición mortal. La finitud es la asignación de un tiempo para la vida: nuestro tiempo, el fragmento de e...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

La muerte suele ser representada como término, límite último, umbral definitivo de la existencia. La tradición del pensamiento escatológico cristiano consagra este signo inconfundible de nuestra naturaleza mortal como emblema de nuestra condición finita. ¿Cuántos contratiempos, cuántas limitaciones, errores, cuánta impotencia, se asocian a la finitud, al hecho incontrovertible de que vamos a morir?

Sin embargo -piensa Joan-Carles Mèlich- la finitud es algo muy distinto de la condición mortal. La finitud es la asignación de un tiempo para la vida: nuestro tiempo, el fragmento de eternidad -para decirlo como Nietzsche- que, feliz o infelizmente, nos ha sido deparado. La finitud es la contingencia que se traza entre los hitos del tiempo humano, entre nacimiento y muerte. Finitud no es entonces para él la desdicha de una naturaleza caída o la penuria de un cuerpo que poco a poco se va descomponiendo, sino el trayecto que lleva al final , aunque no el final mismo. No es pues una cuestión religiosa la que se juega en la finitud, sino que es ética. Porque para Mèlich la finitud es la vida misma, puro trayecto, tránsito, devenir, transcurrencia y avatar. Y de este trayecto rescata los temples que animan nuestra existencia finita: la precariedad, el reconocimiento del otro, la conciencia limitada, la fragilidad o la transitoriedad, que reivindica no como otras tantas figuras de nuestra condición mortal, sino como expresión de nuestra apertura a la libertad. Por consiguiente, más que una "filosofía de la finitud", este ensayo es entonces un vigoroso alegato vitalista y una decidida aportación a aquel retorno de la filosofía a la vida que reclamaba Nietzsche para el pensamiento de nuestro tiempo.

FILOSOFÍA DE LA FINITUD

Joan-Carles Mèlich

Barcelona. Herder, 2002

184 páginas. 12 euros

En efecto, frente a las frías racionalizaciones éticas del kantismo, que Mèlich juzga incapaces de dar cuenta del horror deparado por la historia reciente; frente a los postulados de la razón instrumental que -dice- guía el pensamiento científico y que en gran medida ha sido responsable de la anomia moral que dio pábulo a ese horror, Mèlich reclama el retorno a una reflexión ética poetizada, desentrañada a partir del examen de la experiencia humana. Reclama, pues, una reflexión hecha de los elementos que dan cuenta cabal de la vida humana: la memoria, el testimonio, la narración, y que permiten pensar -o aspirar a- una filosofía, en definitiva, profundamente imbuida de vivencias literarias. Pero también es consciente de que semejante modelo no es posible sin una nueva antropología escrita desde la finitud, de modo que su libro hace votos por el nacimiento de un saber del hombre concebido desde la experiencia y no en virtud de la mera racionalización de esa experiencia.

En apoyo de su programa,

Mélich esgrime orgullosamente sus númenes intelectuales, defendidos con autenticidad y denuedo: la obra de Odo Marquardt, la antropología de Lluís Duch, Levinas, Beckett, Kafka, Foucault. Su "hombre en trayecto" también deja ver, de forma subliminal, la herencia del Dasein heideggeriano y, curiosamente, su modelo de una "ética poética", fundada en la experiencia y la memoria humanas, viene a coincidir sin quererlo con aquella razón narrativa de Ortega. Asimismo, veo las tesis expuestas en este libro afines a las conocidas tesis orteguianas del hombre y su circunstancia y el perspectivismo historiológico.

Por otro lado, el papel fundamental que se da aquí a la educación revela la vocación educadora de su autor, expresada además en el estilo de sus argumentos: coloquial, austero, muy llano y directo, compuesto por opiniones contundentes y sentenciosas, hechas de frases breves en las que a menudo el autor parece detenerse para escuchar la resonancia de sus propias palabras.

En un sentido, y en la medida en que se propone como programa filosófico, cabe advertir que no hay aquí una "filosofía" en sentido estricto, es decir, un pensamiento de la finitud, sino más bien los prolegómenos a una ética sin ontología, de nueva base antropológica, que no puede -ni quiere- dejar de asumir la terrible experiencia histórica acumulada por el hombre a lo largo del siglo XX.

Archivado En