Columna

Antihéroes

En medio del azar de la guerra, un prisionero logró sobrevivir a un fusilamiento masivo y por debajo del montón de cadáveres huyó hacia el bosque. Un joven soldado, que lo encontró agazapado bajo unos matorrales, tuvo que elegir entre matarlo o no matarlo. El fugitivo había perdido los lentes y apenas veía una sombra que le apuntaba con un fusil. No obstante, para defenderse sólo tenía la mirada. Pidió auxilio a toda la humanidad y la concentró en sus ojos miopes. Era un escritor fascista; tenía un sentido heroico de la existencia, pero en ese momento, ante la boca del cañón, la historia unive...

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En medio del azar de la guerra, un prisionero logró sobrevivir a un fusilamiento masivo y por debajo del montón de cadáveres huyó hacia el bosque. Un joven soldado, que lo encontró agazapado bajo unos matorrales, tuvo que elegir entre matarlo o no matarlo. El fugitivo había perdido los lentes y apenas veía una sombra que le apuntaba con un fusil. No obstante, para defenderse sólo tenía la mirada. Pidió auxilio a toda la humanidad y la concentró en sus ojos miopes. Era un escritor fascista; tenía un sentido heroico de la existencia, pero en ese momento, ante la boca del cañón, la historia universal se había extinguido; en cambio, el soldado era un ser anónimo sin más atributos, y con el dedo en el gatillo también miró al prisionero como si la historia universal nunca hubiera existido, por eso no vio ante sí a un enemigo, sino a un hombre. No lo mató. Éste es el nudo de la excelente película Soldados de Salamina, de David Trueba, basada en la novela de Javier Cercas. De ella he extraído esta lección moral: sólo los muy valientes, los que tienen una gran elegancia de espíritu, pueden llegar a ser antihéroes. ¿Dónde está ahora aquel soldado? Hace unos días fui de visita a una residencia de ancianos. Me pareció que entraba en una cueva de estalactitas humanas. Había unos viejos sentados alrededor de las mesas, otros en sillas de ruedas miraban el infinito de la pared, otros estaban sumidos dentro de sí mismos en un silencio de piedra. Todos tenían esa mirada de dulzura que produce la desmemoria. Uno de aquellos ancianos, casi de 90 años, era el único héroe que había en aquella residencia. Había sido juez militar durante la guerra civil. Tenía sobre su conciencia varias decenas de condenados a muerte. "No me dejan en paz", me dijo una vez. Durante esta última visita terminó de contarme su pesadilla. Aquel viejo ya no recordaba ningún placer que hubiera tenido en la vida, ni siquiera la silueta de una mujer. Ignoraba la edad que tenía y el lugar donde se encontraba, pero en medio de ese vacío, muchas noches, durante el insomnio, se veía perdido en un bosque y allí se levantaban las voces de cuantos había ajusticiado. Todos los muertos gritaban su nombre para que no los olvidara. Tal vez los demás compañeros de residencia eran ancianos muy vulgares. Habían tenido amores, habían tenido sueños y ahora estaban llegando a la bahía azul donde desembarcan los antihéroes. Uno de aquellos viejos podía ser el soldado que buscaba una bellísima Ariadna Gil para abrazarlo.

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