Tribuna:

Rabia y televisión

Es muy probable que ustedes sean espectadores habituales de televisión, como es también posible que, además, ese rito lo cumplan sintonizando la señal de Canal 9. Este cadena suele ser motivo de controversia, pero ahora es noticia por haberse aprobado los pliegos de condiciones de su privatización. Eso ocurría entorno a las 21.00 del 24 de marzo, hecho que se hizo con la oposición de los trabajadores del ente público y con la ausencia de los consejeros socialistas. Fueron testigos del hecho el director general, otros miembros del consejo de administración y el notario, el escribano de la fe pú...

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Es muy probable que ustedes sean espectadores habituales de televisión, como es también posible que, además, ese rito lo cumplan sintonizando la señal de Canal 9. Este cadena suele ser motivo de controversia, pero ahora es noticia por haberse aprobado los pliegos de condiciones de su privatización. Eso ocurría entorno a las 21.00 del 24 de marzo, hecho que se hizo con la oposición de los trabajadores del ente público y con la ausencia de los consejeros socialistas. Fueron testigos del hecho el director general, otros miembros del consejo de administración y el notario, el escribano de la fe pública. A esa misma hora, quienes seguíamos Notícies 9 no éramos sabedores de lo que ocurría en la oficina enmoquetada de al lado, ajenos a la tensión. Sin embargo, el telespectador atento pudo apreciar algo extraño o incongruente. Se estaba tratando de la guerra de Irak, se estaba conectando con los corresponsales, se estaba precisando el estado de las operaciones, se estaban dando imágenes de destrucción, de heridos y de muertos. Pese a lo que pueda parecer, el locutor que de todo ello nos informaba no hablaba con el rostro contrito, no expresaba piedad gestual hacia las víctimas que aparecían. Para pasmo del televidente, lucía una sonrisa radiante, el reflejo de un bienestar interior, apacible. Aventuremos alguna razón. Tal vez, esa beatífica actitud se debía al contento que le embargaba, legítimamente orgulloso por el despliegue tecnológico de la cadena, que exhibía su propia red de corresponsales por la zona del conflicto, esos periodistas corajudos que se habían adentrado en territorio enemigo. Esto pensé, pero inmediatamente me corregí. Esa sonrisa yo ya la había visto antes. No me refiero sólo a quien es su dueño: me refiero a otros informadores de Canal 9 que en circunstancias bien diferentes también habían exhibido su aspecto risueño. Es rara esa coincidencia. Si ustedes observan el noticiario de Àngels Barceló, entonces habrán apreciado su severidad gestual, el comedimiento que casi siempre luce. Algo semejante ocurre con el telenotícies de Carles Francino: gravedad en la expresión y aseo en la puesta en escena. De igual modo se presentan los locutores de CNN+, con ese rigor que afectan, con esa apariencia de profesionales atareados que relatan lo que sucede y se está viendo.

Por el contrario, en el telediario de Canal 9, los locutores se nos muestran casi siempre campechanamente, con sonrisas satisfechas. ¿Será por los asuntos que tratan de ordinario? Se nos detallan con minuciosidad las fiestas con que se engalanan las localidades valencianas, esos regocijos públicos que tantos nos envidian. Se nos precisan los avances del Consell así como el ir y venir del vertiginoso ministro de Trabajo. Se nos informa de la puesta en funcionamiento de todo tipo de ingenios mecánicos o la inauguración de proyectos en los que se deposita la primera piedra, curiosidad arqueológica para futuros excavadores. Se nos documentan con pormenor logros admirables y audacias de la fantasía gubernamental. Es un vértigo catódico, un embotamiento festivo y electoral que se confunde y se solapa con las cuñas televisivas de la publicidad institucional. Hasta hace bien poco, el contento era tal que cada noticia sólo podía ser rubricada con una sonrisa complaciente. Ahora, por el contrario, si con la sonrisa se quiere elevar la moral de la tropa televidente, solidaria con esos muchachos que bravamente se enfrentan al feroz ejército de Sadam, entonces hay un error telegénico. El contento gestual queda como un rictus, como una mueca frente a los cadáveres, los cuerpos amputados, los miembros troceados.

Sea cual sea el resultado bélico, me aventuro a decirles que esta guerra la acabará ganando la televisión, aunque no Canal 9, a la que vemos en franca retirada. Reparemos en el conflicto del Golfo, ese conflicto que a algunos se les antoja hoy ejemplo de combate necesario, legal, sin que a la vez apliquen sobre aquél la repugnancia moral que ahora exhiben con golpes de pecho y aspavientos kantianos. En aquella guerra casi no pudimos ver la muerte en directo: los corresponsales estaban aquejados, como Fabrizio del Dongo en Waterloo, del desconcierto, de la ignorancia, y sólo transmitían comentarios atribulados sobre lo que ellos mismos no veían. Salvo el bombardeo de un refugio, inmediatamente asumido como error o daño colateral, nada más pudo contemplarse. El resto fue un repertorio de imágenes filmadas con visión nocturna y sin encarnadura real. Las emisiones estaban filtradas militarmente y sólo una cadena norteamericana las difundía a todo el mundo. Fue entonces cuando recordamos que desde Vietnam no se filman las guerras. Y eso mismo fue lo que llevó a Jean Baudrillard a sostener en La guerra del Golfo no ha tenido lugar la tesis interesante e insidiosa de la hiperrealidad. "En este foro que es la guerra del Golfo, todo se oculta", anotaba, "sólo funciona la tele, como un medio sin mensaje, mostrando por fin la imagen de la televisión pura". Ahora, por el contrario, gracias a Internet, a la CNN, a Al Jazeera y a otros medios, ese precepto se incumple y vemos y veremos muertos, muchos heridos. ¿Cuánto tiempo podrá tolerarse la visión de los cuerpos cuarteados? Es posible que trate de imponerse una censura universal, incluso por piedad y horror. ¿No fue Eliot quien sostuvo que el ser humano no soporta mucha realidad? Pero ese ingenio que es la televisión necesita imágenes continuas, esas que con delectación y vértigo tecnológico emite Canal 9, por ejemplo, y si los efectos de la guerra duran demasiado tiempo (siempre duran demasiado tiempo), entonces el dramatismo de la muerte acabará por hacer insoportable y obscena esa visión. Por eso, a pesar de las primeras protestas de Rumsfeld por las emisiones iraquíes, seguirán apareciendo, incluso después del cese de los ataques, aunque sólo sea por la carrera noticiera e infernal a que se enfrentan los medios. Es difícil para los guerreros, para los muchachos en combate, mantener la moral bien alta y es difícil para un compatriota darle su apoyo si hay un pase televisivo de sangre y miembros amputados. Hablando de las acciones terroristas decía Arcadi Espada en Diarios que el efecto de los atentados hay que mostrarlo en televisión, con los muertos, con las extremidades arrancadas, con los cuerpos troceados. Es el principio de la repugnancia o, mejor, el origen de aquello que Furio Colombo llamó "rabia televisiva". Las imágenes de la muerte provocan una serie de reacciones imprevistas que no tienen por qué coincidir con las intenciones de los emisores y de los estrategas victoriosos y que son próximas al estupor, a la disonancia cognitiva, al rechazo estricto. No se trata de que las televisiones dicten la opinión para forzar una posición u otra: se trata de que, llevadas por la feroz competitividad, emprenden una carrera vertiginosa para mostrar el horror, el horror. ¿Por qué, además, nos incomodan con su sonrisa telegénica?

Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia

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