Crítica:ESCAPARATE

Esas costas de delirio

Un cautivo de los indios colastiné, a principios del siglo XVI, convive durante diez años con la tribu en una de las márgenes del río Paraná que baja desde Brasil hacia el Río de la Plata. Y presencia todos los años eso que Conrad llamó "rito inexpresable" en El corazón de las tinieblas, un festín caníbal: "Por fin, cuando consideraron que el fuego era suficiente, comenzaron a acomodar los pedazos de carne: los troncos y las piernas habían sido divididos para facilitar la manipulación y la cocción; los brazos, en cambio, estaban enteros". Un día los indios lo devuelven a los suyo...

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Un cautivo de los indios colastiné, a principios del siglo XVI, convive durante diez años con la tribu en una de las márgenes del río Paraná que baja desde Brasil hacia el Río de la Plata. Y presencia todos los años eso que Conrad llamó "rito inexpresable" en El corazón de las tinieblas, un festín caníbal: "Por fin, cuando consideraron que el fuego era suficiente, comenzaron a acomodar los pedazos de carne: los troncos y las piernas habían sido divididos para facilitar la manipulación y la cocción; los brazos, en cambio, estaban enteros". Un día los indios lo devuelven a los suyos. Después viene la aniquilación de la tribu, el retorno a España, un vagabundeo de picaresca y una celda de monasterio en la que registrar aquella experiencia: "Así es como después de sesenta años esos indios ocupan, invencibles, mi memoria". La novela consiste en la rememoración pautada de aquel rito observado; en cada oleada de recuerdos, el rito se hace presencia de sus actores y evocación de su difícil sentido.

EL ENTENADO

Juan José Saer

El Aleph. Barcelona, 2003

174 páginas. 18 euros

Saer escribió cierta vez que la novela actual consiste en una suerte de antropología especulativa y este relato muestra sus resortes: al hacerlo, no sólo dibuja su territorio, sino que esboza las exigencias para una ficción entendida como forma que interroga y no como ilustración que tranquiliza. Porque dos son los tipos de narración en los que se ha contado la conquista de América: el primero -la ilustración que tranquiliza- es la saga histórica, cuyos grandes modelos -poco mencionados pero muy imitados- de la primera mitad del siglo XX pueden resumirse en la profusa obra de Salvador de Madariaga, que trató las vidas paralelas de descubridores y descubiertos en las diversas y muy vívidas entregas de El corazón de piedra verde.

De este esquema salió, voluntaria o involuntariamente, casi toda la producción concebida, publicada y filmada en torno del V Centenario. Princesas bastardas y mestizas, soldados y comandantes, frailes, mercaderes, pestes, selvas, destrucciones: con denodada pasión por la exactitud, muchos escritores intentaron plasmar vida y costumbres y, a la vez, revivir giros y léxico de la lengua de aquellos siglos. Denodada sí, pero fútil pasión: la lengua de aquellos siglos sigue viva en los textos y no parece necesitar labores de ventrílocuo.

El segundo tipo de narra-

ción de la conquista (y de la América de los virreinatos) -la forma que interroga- no quiere ilustrar el pasado ni revivir su lengua. Quiere, por el contrario, escribir en la lengua del presente la extrañeza y los enigmas del pasado: a este escueto e imprescindible contingente pertenece El entenado, junto con algunos ensayos de Lezama Lima, una de las novelas buenas de Alejo Carpentier, la extraordinaria Zama de Antonio di Benedetto y el cuento Paramnesia (1966) del mismo Saer. En este caso, como ha escrito Edgardo Dobry, se muestra además una combinación específicamente argentina del tratamiento del indio desde finales del siglo XIX: el violento, sangriento y sucio que viene de Martín Fierro y el estilizado, irónico y limpio que viene de Una excursión a los indios ranqueles, de Lucio V. Mansilla. En El entenado, los dos tratamientos se funden, insuperablemente, en una suerte de pastoral gélida que es, a la vez, un memorial sin destinatario.

Mucho se ha escrito sobre esta novela impresionante tras su publicación en 1982; mucho también sobre sus vínculos con el conjunto de la obra de Saer, desde los primeros relatos de En la zona (1960) hasta las rupturas de Unidad de lugar (1967), Cicatrices (1969), El limonero real (1974), La mayor (1976) y Nadie nada nunca (1980). Releída hoy, renovado el asombro ante su vigencia, sólo agrego un nuevo motivo para insistir en ésta: Saer no elige una posición unívoca, eso que hoy se denominaría "voz del subalterno" y que reivindicaría una alteridad radical y diferente desde la que marcar el territorio del conquistado y separarlo del conquistador. Al contrario, se pone y pone al lector ante la imposibilidad de señalar una frontera visible entre lo europeo y lo americano: "Los indios sabían que la fuerza que los movía, más regular que el paso del sol por el cielo, a salir al horizonte borroso para buscar carne humana, no era el deseo de devorar lo inexistente sino, por ser el más antiguo, el más acendrado, el deseo de comerse a sí mismos. Ellos eran, de ese modo, la causa y el objeto de la ansiedad". En esa zona indiscernible se instala la voz de El entenado; así la transforma en la única posición posible para la literatura: "Yo era arcilla blanda cuando toqué esas costas de delirio y piedra inmutable cuando las dejé".

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