Reportaje:EL CISMA EUROPEO ANTE LA GUERRA EN IRAK

El fracaso de la diplomacia belicista

A las 3.30 de la madrugada del pasado jueves, con la caída de los primeros misiles Tomahawk lanzados sobre Bagdad, el mundo no asistió al avance de la democracia y la libertad en una región del planeta sumida desde hace demasiado tiempo en el oscurantismo; el mundo asistió, por el contrario, a una gravísima infracción del sistema internacional perpetrada por un país que, como EE UU, fue en el pasado reciente uno de sus principales arquitectos y valedores. Sintiéndose afectados por lo que sucede en Irak, y también por lo que pueda suceder en un futuro no tan lejano en otros países de la región,...

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A las 3.30 de la madrugada del pasado jueves, con la caída de los primeros misiles Tomahawk lanzados sobre Bagdad, el mundo no asistió al avance de la democracia y la libertad en una región del planeta sumida desde hace demasiado tiempo en el oscurantismo; el mundo asistió, por el contrario, a una gravísima infracción del sistema internacional perpetrada por un país que, como EE UU, fue en el pasado reciente uno de sus principales arquitectos y valedores. Sintiéndose afectados por lo que sucede en Irak, y también por lo que pueda suceder en un futuro no tan lejano en otros países de la región, muchos ciudadanos a lo largo y ancho del planeta se preguntan si esta nueva guerra del Golfo, si este nuevo conflicto bélico en el polvorín de Oriente Próximo, quedará en la historia como un episodio aislado del que la legalidad y las instituciones internacionales sabrán encontrar la salida, o si, en el extremo opuesto, constituye el preámbulo de una nueva época de terror y de barbarie.

La cuestión es si esta nueva guerra quedará en la historia como un episodio aislado o si constituye el preámbulo de una nueva época de terror y barbarie
Al hacer público el pulso con Chirac, EE UU le fue cerrando la retirada. Las masivas manifestaciones clausuraron cualquier posibilidad de viraje
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La inquietante deriva que hoy empuja a las relaciones internacionales hacia zonas de altísimo riesgo tiene, sin duda, profundas raíces, que van desde la mezquina convalidación de flagrantes injusticias políticas cuando se producían fuera del estrecho círculo de las naciones privilegiadas, hasta el entusiasmo con el que, una vez desaparecido el mundo bipolar, se aceptó anteponer la inflamada defensa de los grandes valores a la defensa menos vistosa, menos épica, pero sí más eficaz y más razonable, de los procedimientos para alcanzarlos. Aun así, por descabellados que hayan sido los errores cometidos durante las últimas décadas, por equivocadas que hayan resultado las opciones del pasado, nada nos obligaba ahora ni nos obligará jamás a guardarles una fidelidad cerril que nos convierta en sus prisioneros. Y eso es exactamente lo que hemos hecho; o, mejor, eso es exactamente lo que ha hecho Estados Unidos y, acudiendo en su apoyo, el Gobierno de Tony Blair y nuestro propio Gobierno. Tal vez cegados por el resplandor que desprenden palabras como justicia, libertad o democracia, los defensores de un nuevo orden internacional, entre los que destacan Bush, Aznar y Blair, acabaron perdiendo de vista que, como ellos, un importante número de los miembros del Consejo de Seguridad también dispone de una incuestionable legitimidad para enarbolarlas, al menos tan sólida como la suya. Lo que separaba a unos y a otros, el matiz que se transformó contra todo pronóstico en un foso insondable, no residía más que en el medio para alcanzar un fin compartido; en este caso, el desarme de Sadam.

Sobre el tapiz de esta concepción ideológica, para la que las diferencias de posición sólo pueden obedecer a una discrepancia acerca de los valores y no de los procedimientos, se ha ido fraguando en buena medida la crisis internacional que el mundo padece en estos días, y en la que lo relevante no reside en el hecho de que un puñado de países haya decidido deponer a un dictador, sino en el de que, para hacerlo, haya tenido que violentar una arquitectura internacional con medio siglo a las espaldas. Puesto que, desde el primer momento, EE UU se creía en posesión de la buena causa y, por otra parte, el Reino Unido y España le ratificaban en su convicción, ¿qué sentido tenía derrochar esfuerzos para ajustar los propios pasos a los exigidos por la legalidad y las instituciones internacionales? O dicho en otros términos, ¿qué sentido tenía articular una estrategia diplomática en el seno de Naciones Unidas? Desde la perspectiva del Gobierno de Washington, siempre apoyado por Blair y Aznar, la preparación de una hoja de ruta para llevar al Consejo de Seguridad hasta las posiciones favorables a un ataque contra Irak era, a lo sumo, un adorno, un injustificado escrúpulo de los sectores norteamericanos más tibios, como el encabezado por el secretario de Estado, Colin Powell.

Desde esta convicción preliminar acerca de la escasa utilidad de una política exterior que se fundamente en la persuasión razonada y no en el poder militar, nada tiene de extraño que la actuación de Estados Unidos y sus aliados haya incurrido, primero, en una inverosímil sucesión de errores de cálculo y, acto seguido, en unos intentos de imposición -en ocasiones colindantes con la amenaza y el chantaje- que poco o nada tienen que ver con la diplomacia. Creyendo que su principal obstáculo en el Consejo de Seguridad sería interpuesto por Francia, la humillante presión sobre París ejercida por Donald Rumsfeld y el propio presidente Bush acabó decantando hacia el veto la titubeante posición inicial de Chirac, cuyos portavoces definían como "similar a la de Alemania, pero no idéntica". Con esta fórmula imprecisa, el Quai d'Orsay venía a sugerir que, a diferencia de los alemanes, cuya coalición de gobierno naufragaría en caso de que el canciller Schröder apoyase una guerra, los franceses tratarían de evitar el conflicto mientras fuera posible, pero que, desencadenado, no se quedarían en la retaguardia. Fueron los propios dirigentes norteamericanos -una vez más, con el apoyo del Reino Unido y de España- los que, haciendo público el pulso con Chirac, y además en términos poco corteses, le fueron cerrando el camino de retirada. Y así hasta que las manifestaciones del 15 de febrero, masivamente apoyadas por la opinión pública de todo el mundo, terminaron de cegar para Francia cualquier posibilidad de viraje.

Pero la concentración de las presiones sobre Francia tuvo un segundo efecto contraproducente para los propósitos de EE UU y sus aliados: amplió el margen de maniobra para el resto de los países que, con o sin veto en el Consejo de Seguridad, ni creían en la necesidad de esta guerra, ni deseaban verse abocados a una opción entre dos facciones cada vez más distanciadas. Aprovechando este hueco inesperadamente abierto en los equilibrios del Consejo, la diplomacia rusa elevó su apuesta por el hallazgo de una solución negociada a la crisis, enviando a Bagdad al ex primer ministro Yevgueni Primakov. Y es ahí donde la posición de Bush, Aznar y Blair sufre un nuevo retroceso: cualquier intento de mediación rusa ante Sadam tiene que comenzar por ofrecerle garantías de que Moscú no apoyará una resolución que abra las puertas a un ataque legal contra Irak. Por razones distintas a las de Francia, la causa del veto gana de este modo un segundo adepto que, además, tampoco puede retroceder en su posición, ya que ello supondría comprometer el crédito de su diplomacia en la totalidad de Oriente Próximo. Porque, en este sentido, ¿cómo podría Rusia reclamar ningún papel en un futuro e hipotético arreglo entre palestinos e israelíes si ahora comenzaba por faltar a la palabra dada a Sadam?

Con dos vetos afianzados contra los propósitos de Bush, Aznar y Blair, China se encontró en una situación relativamente confortable, pese a las agudas tensiones en el seno del Consejo: oponerse a los propósitos de EE UU no le acarreaba un coste insoportable, en la medida en la que el peso de la negativa lo sobrellevarían Francia y Rusia, y, al mismo tiempo, le permitía salvaguardar intactos sus intereses en Oriente Próximo. La obsesión contra Francia enarbolada por los promotores del ataque contra Irak les reportaba, en consecuencia, un tercer e inesperado veto. Un veto en el que lo decisivo no era ya su solidez, sino el hecho de que contribuía a cuajar una masa crítica de rechazo a la intervención militar en Irak. En ella, los miembros no permanentes podían instalarse, como así hicieron, en una irreductible ambigüedad. E incapaces de comprender la solidez estructural de este equilibrio, las diplomacias de Bush, Aznar y Blair aún darían una última prueba de torpeza: pensaron que la ambigüedad de los miembros no permanentes se podría romper mediante la presión directa sobre ellos, y no mediante la alteración de la correlación de fuerzas entre los permanentes. Así, imaginaron tener nueve votos donde lo único que recibían no eran compromisos, sino evasivas. En apenas unas jornadas en las que amenazaron con exigir que los miembros del Consejo se "retratasen públicamente", los partidarios del ataque dejaron claro, sin embargo, que no disponían de los apoyos suficientes para aprobar su resolución, al margen de los vetos. Pero dejaron claro además, y esto es lo más grave, que su adhesión a la legalidad y las instituciones internacionales era meramente condicional, como lo probaba el hecho de que hubiesen hablado de una "mayoría moral" con la que, llegado el caso, habrían subvertido la legalidad internacional. Ni siquiera de eso fueron capaces. Los contratiempos diplomáticos fueron de tal envergadura que tuvieron que recurrir a las vías de hecho, tomando como referencia la reunión en las Azores.

Blair, Bush y Aznar en las Azores

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