Tribuna:

Los invisibles de la información

Durante la primera parte de la última década, muchos gobiernos de todo el mundo han querido tener una presencia en la red. La estructura organizativa del correspondiente gobierno, las biografías de los gobernantes, la población y su ubicación en el planeta, al lado de las conmemoraciones festivas y la oferta monumental, constituían una tarjeta de presentación internacional a través de Internet, pero cuyo interés se circunscribía, en el mejor de los casos, al ámbito local conciudadano y, aún, al familiar.

Por limitados que fueran los logros inicialmente conseguidos, la falta de pericia c...

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Durante la primera parte de la última década, muchos gobiernos de todo el mundo han querido tener una presencia en la red. La estructura organizativa del correspondiente gobierno, las biografías de los gobernantes, la población y su ubicación en el planeta, al lado de las conmemoraciones festivas y la oferta monumental, constituían una tarjeta de presentación internacional a través de Internet, pero cuyo interés se circunscribía, en el mejor de los casos, al ámbito local conciudadano y, aún, al familiar.

Por limitados que fueran los logros inicialmente conseguidos, la falta de pericia con la que se dieron los titubeantes primeros pasos dio origen a un negocio lucrativo, pero poco cívico, cual ha sido el acaparamiento de la propiedad de los dominios representativos de los nombres de comunidades y ciudades por sagaces mercaderes de la propiedad histórica de los pueblos. Estos dominios pueden ser adquiridos en un mercado "secundario" mediante subastas electrónicas.

La segunda parte de la precitada década marcó una inflexión en aras de la profesionalidad y de la consistencia de la presencia gubernamental en la web. Frente a una oferta anterior de información inerme y unívoca, raramente bien gestionada y actualizada, la ciudadanía demandaba servicios interactivos y ubicuos. La aparición de call centres, de smart cards, de portales de instituciones públicas, las políticas de fomento del uso de Internet, etc... han sido pruebas evidentes de evolución gubernativa en el seguimiento de la sociedad civil. Algunos gobiernos, incluso, han sentado en la mesa del Ejecutivo a un responsable encargado de la promoción de la llamada "sociedad de la información".

En el transcurso de esta metamorfosis, el sector público y el privado han sido cuasi tangentes. La interacción transaccional se limitaba prácticamente al pago de impuestos, tasas y multas. Pero, aún así, para los sufridos ciudadanos que están acostumbrados a mostrar físicamente su DNI cada vez que entran en un edificio público y que deben evidenciar fehacientemente su existencia ante cualquier trámite burocrático, se habría un camino más conveniente para cumplir sus obligaciones con la Administración. Aunque el farragoso procedimiento de identificación en cada proceso se mantenía, al menos se podía cumplir en zapatillas desde casa y, además, siempre se confiaba que la Administración proveería a la ciudadanía, en un futuro próximo, un identificativo personal único y válido para comprobar nuestra existencia en una base de datos invisiblemente integrada.

A medida que el comercio electrónico ha ganado importancia en el nuevo siglo, existe la certeza de la aparición de una creciente área secante entre lo público y lo privado. Al fin y al cabo, el administrado es, sobre todo, demandante y oferente en el sistema económico y, como consecuencia, contribuyente. Comprar un coche por Internet se realiza a través de un portal de una empresa privada, pero su matriculación y el pago de los correspondientes impuestos terminará haciéndose a través del mismo medio en otro portal de naturaleza pública. Dado que la red es utilizada crecientemente como canal de compra de bienes y servicios cada vez más complejos, el argumento anterior es también aplicable a la apertura de una empresa o a la compra de una casa. Todo ello sin obviar la irreversibilidad del voto electrónico, cuyas primeras experiencias prácticas han acontecido durante el pasado lustro.

Esta "promiscuidad" entre organizaciones con fines diversos, imposibilita la existencia de un único sistema de identificación del ciudadano establecido unilateralmente por un oferente individual. Los gobiernos no pueden, ni deben, recurrir al mercado para elegir en una estantería de un comercio especializado los estándares y requerimientos técnicos del sistema de identificación personal de moda, ni puede, por otra parte, diseñar uno a su medida e imponerlo al resto de la sociedad.

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Parece, pues, necesario un esfuerzo compartido entre los diferentes actores de la industria tecnológica y los gobiernos para convenir un sistema de identificación universal, en la acepción planetaria del término, que impida, tanto la aparición de un monopolio, como la partición microscópica de la comunidad internacional en sistemas de imposible intercomunicación.

Ésta no es una cuestión técnica, sino política, que puede afectar al pleno ejercicio democrático de todos los ciudadanos del planeta y que, por tanto, debe ser tratada en el foro político correspondiente. Se trata, en fin, de que los poderes públicos aseguren a la ciudadanía el ejercicio de la libertad de "circulación electrónica" en el marco de una sociedad global y abierta en la que no caben pasaportes ni, mucho menos, gestorías que los tramiten. Una solución federada para un mundo crecientemente federado parece recomendable si queremos evitar errores irreversibles en un próximo futuro.

En paralelo, y dada la enorme base informática instalada en la Administración Pública (funcionarios, sanitarios, profesores, etc...), los costes de utilización de licencias operativas básicas pueden alcanzar niveles tremendamente onerosos. Análogamente, la imposibilidad de conocer el código fuente de los programas que las soportan impide aprender cómo funcionan, cómo repararlas en caso de necesidad o cómo modificarlas para adecuarlas a nuestras necesidades específicas.

Así las cosas, sería conveniente acelerar el tránsito del arriesgado uso de sistemas propiedad de una sola empresa a un activo compartido universalmente mediante un "código abierto" y que, además, es gratuito. Una decisión como ésta aporta una considerable dosis de responsabilidad política en la gestión de lo público. La política debe ser en este caso un modelo de comportamiento para la sociedad.

Por otra parte es manifiesto que en el marco de los diferentes niveles constitucionales gubernativos coexisten diversos esfuerzos relativos a temas de seguridad en la transmisión de información a través de la red, a la privacidad de los participantes en la misma, a los sistemas de firma electrónica, etc. Esta dispersión conduce a la falta de unos estándares comunes de aplicación en toda la Administración, por lo que la capacidad de la ciudadanía de realizar transacciones efectivas con la misma queda reducida notablemente. En este proceso de falta de definición organizativa, es claro que las más perjudicadas son, por razones obvias, las agencias gubernativas de índole recaudatorio y prestatario, por lo que deberían tomar decididamente la iniciativa política del proceso de "e-autentificación".

Finalmente, la gravedad de las contingencias que amenazan al mundo en los albores del SXXI obligan a los gobiernos a utilizar instrumentos preventivos inéditos en el ámbito político hasta el 11 de Septiembre de 2001. La construcción de un centro de back-up & disaster recovery supone un acto de responsabilidad gubernativa frente a cualquier tipo de atentado terrorista o desastre de tipo natural. Perder la información de la ciudadanía supone la ociosidad de la Administración y el descalabro del Gobierno.

(jecervera@mixmail.com)

José Emilio Cervera es economista y ex eurodiputado por el CDS.

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