Análisis:NOTICIAS

Unos cuentos de Zúñiga

POCAS RECOMPENSAS literarias más agradecidas en la vida de lector que uno lleva, entre la curiosidad más o menos desnortada y la relectura a tiro fijo, que la que me aguardaba al llegar a casa hace unos meses: un sobre y unos mecanografiados folios embutidos en una carpetilla con la escueta leyenda a mano de "unos cuentos de Zúñiga".

Por fin, la posibilidad de leer lo último de uno de los autores que el lector desnortado más admira, un regreso al interior más emotivo de un escritor secreto que es dueño de una de las obras más importantes de nuestra literatura contemporánea.

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POCAS RECOMPENSAS literarias más agradecidas en la vida de lector que uno lleva, entre la curiosidad más o menos desnortada y la relectura a tiro fijo, que la que me aguardaba al llegar a casa hace unos meses: un sobre y unos mecanografiados folios embutidos en una carpetilla con la escueta leyenda a mano de "unos cuentos de Zúñiga".

Por fin, la posibilidad de leer lo último de uno de los autores que el lector desnortado más admira, un regreso al interior más emotivo de un escritor secreto que es dueño de una de las obras más importantes de nuestra literatura contemporánea.

La carpetilla me devolvía al Zúñiga de la Guerra Civil, al de la ciudad amada y sitiada, el Madrid del largo noviembre de la desolación y la muerte, un tiempo en la memoria de la derrota que en sus cuentos alcanza un fulgor inmaculado, rehabilitando con todo el poder esa eterna idea de la verdad de la ficción, del registro literario que solventa la vida, por mucho que la vida corra el riesgo del olvido.

Nada más patente que la ya imposible existencia de aquel Madrid de la conflagración, nada más intenso y cierto, sin embargo, que lo que la escritura recobra desde el pálpito mismo de la emoción y el horror, desde la penuria, la fragilidad y los más hondos sentimientos, de aquella Capital de la Gloria.

Los folios se han sustanciado, a Dios gracias, en este último libro de Zúñiga de título tan bello y rampante, y quienes admiramos su escritura y su ejemplo, los que jamás olvidaremos el límite de maestría de títulos como Flores de plomo, sentimos la necesidad de vocear lo obvio: no puede haber recompensa sin recomendación, los autores secretos pueden resignarse con su destino, pero los lectores cabales tenemos la obligación de no permitírselo.

De Largo noviembre de Ma-

drid a Capital de la Gloria hay un camino de ida y vuelta en el laberinto de la memoria del escritor, la espiral que se cierra sobre una ciudad y un tiempo, los avatares de ese interior cercado, las gentes que sufren la heroicidad de la supervivencia en un medio aciago, el destino cotidiano del disparo o el bombardeo.

Y la vida, la vida misma, la soledad que irradia el retiro que se convierte en refugio, la soledad del miedo, la intimidad que no recibe amparo, que poco a poco se queda a la intemperie como se quedan las alcobas con las camas sin hacer cuando se derrumban las paredes.

Es de la vida misma de lo que tratan los cuentos de Zúñiga, de la subsistencia moral y espiritual de los seres humanos sitiados, de sus secretos, de sus deseos, de esa contradicción terrible entre la rutina y la tragedia, del devenir diario de la capital reconvertida en el escenario de otra realidad que se sobrepone inmisericorde a la precaria y doméstica de sus vecinos, esa sombra de la guerra que empaña los paisajes urbanos del centro al extrarradio, de la plaza al bulevar, esquina tras esquina.

La guerra se integró en la vida, el tiempo la disuelve en el ánimo de quienes resisten y, a la vez, se ha hecho sin remedio un modo de vida, como si ya no fuera posible vivir sin ella. Los seres humanos que habitan los cuentos de Zúñiga comparten, más allá de sus zozobras y riesgos, una conciencia común de abandono que matiza las más férreas pasiones del amor o el odio, la ideología o la desgracia. Son, ante todo, seres abandonados a su suerte, gentes a la deriva en una ciudad donde retumba la destrucción, pero que no ceden su intimidad ni sus secretos, sus deseos, sus anhelos.

La suerte de vivir se acomoda a la suerte de una fortuna ciega, el peligro está en la calle y en casa. El destino de la supervivencia tiene mucho que ver con la mera subsistencia y, con frecuencia, llegan a las manos de estos seres abandonados los signos de otra vida, una requisa de sortijas, la alhaja que adornó alguna festividad, un objeto ensangrentado.

En la maltrecha gloria del Madrid sitiado hay un mundo que bulle en el que todo parece provisional, donde los encuentros y los desencuentros son fugaces y la intensidad de los deseos y las emociones se radicaliza en la desesperación de su vértigo. Una vida contaminada por la muerte hace más apurado su discurrir. La cotidianidad de esa vida es menos morosa, más crucial, pero no por ello más plena. La resignación no es el aval de una esperanza frustrada, el tedio hace que las horas duren mucho, se hagan, a veces, indolentes, mientras acecha la tragedia. Hay un tiempo contaminado, una extrañeza casi mórbida en el decurso de los días, un vacío que también contamina el alma, como si la muerte formara parte del presentimiento de tantas ausencias que le pertenecen, sin que todavía se sepa a ciencia cierta si esa muerte sobrevino.

La vida sitiada es, pues, el asunto simbólico de estos cuentos de Zúñiga, emotivos, palpitantes, escritos con la maestría de lo que en lo sencillo encuentra lo complejo, y que de nuevo nos devuelven a unos años de dolor y gloria, en esta ciudad que tiene en la memoria del escritor la imagen más hermosa y terrible de su sufrimiento.

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