Columna

Ciudad Universitaria

Estoy haciendo un selecto álbum de fotos con las que cada día aparecen en los periódicos: inconcebibles, sobrecogedoras o delatoras, muchas ridículas, significativas. Tengo una sección de sonrisas políticas. Llaman la atención por lo mucho que puede llegar a encerrar un gesto en apariencia sutil y porque congelan al político en plena seña de identidad de su curro, que es la de sonreír al tuntún: esa sonrisa de esto son cosas típicas de agitadores de Pilar del Castillo cuando es bombardeada con proyectiles de papel y tiene que encerrarse en un museo para protegerse; esa sonrisa de saber estar e...

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Estoy haciendo un selecto álbum de fotos con las que cada día aparecen en los periódicos: inconcebibles, sobrecogedoras o delatoras, muchas ridículas, significativas. Tengo una sección de sonrisas políticas. Llaman la atención por lo mucho que puede llegar a encerrar un gesto en apariencia sutil y porque congelan al político en plena seña de identidad de su curro, que es la de sonreír al tuntún: esa sonrisa de esto son cosas típicas de agitadores de Pilar del Castillo cuando es bombardeada con proyectiles de papel y tiene que encerrarse en un museo para protegerse; esa sonrisa de saber estar en cualquier circunstancia por desagradable que ésta sea de Ana Botella cuando es abucheada en una de sus visitas de campaña; esa sonrisa de esta vez sí que voy a salir guapo y a convencer de Álvarez del Manzano, cuando ya todos en Madrid dudamos siquiera de su mera existencia; esa sonrisa autocomplaciente y heladora de José María Aznar (excepto aquella, más ancha que la de Amanda, que mostró al llegar al rancho de Crawford y que, aunque fueran cinco minutos y la vida sea eterna, no importaba nada, pues iba a encontrarse con Él, con Él, con Él, con ÉÉÉl...).

Guardo una foto reciente, que, seguro, ha quedado impresa en la memoria de muchos por todo lo que tenía de insultante y de provocadora: se trata de esa instantánea, falsamente casual, en la que un soldado estadounidense se dispone a dar un golpe a la bolita con su palo de golf. Creo que el golpe en cuestión se denomina swing, y de hecho la postura que ha de adoptarse dota al cuerpo de una alegría flexible y casi sensual, como de baile. El soldado también en cuestión se halla, como si tal cosa, jugando al golf sobre la cubierta de un portaaviones del Ejército de Bush llamado Kitty Hawk, y lleva sombrero tejano, camiseta de baseball o fútbol americano, pantalón vaquero ceñidito y bota que podría ser campera; es decir, no le falta detalle, aunque ninguno haga referencia ni a su sanguinario curro ni, en última instancia de credibilidad, a ese deporte tan impenetrable a mentes como la mía (por cierto que, en una demostración de lo que es un posado en toda regla, el soldado de casting dirige el golpe hacia el agua). Esta foto se lleva la palma de mi colección de la sección internacional, pero ahora tengo una que se lleva la palma de mi sección local y que, muy al contrario que la del hoyo acuático, responde a una estricta, y hasta regocijante, realidad. Me refiero a la de Ruiz-Gallardón cogiendo el metro en Ciudad Universitaria.

La perspectiva de un candidato a alcalde bajando por las escaleras mecánicas del metro es estimulante porque no forma parte de esas bobadas preparadas que hacen todos los políticos en campaña, sino que es espontánea y producto de la imposibilidad que tuvo Gallardón de acceder a su coche oficial tras la imposibilidad que, a su vez, tuvo de dar la charla en la Complu. Los universitarios no le permitieron hacer una cosa ni otra porque no le perdonan a su partido la prepotencia y la defensa del crimen de Estado al que Bush le convoca. Han reaccionado de hecho y es de esperar que en mayo lo hagan de derecho y que, lejos de practicar esa abstención joven (por otra parte, tan coherente, pero eso ahora es otro cantar) que tanto ha beneficiado a los que nos arrastran a la guerra, reaccionen votando en su contra y a favor de un cambio que, al menos, nos libere de ese poder. De la Universidad hay que volver a esperar, como siempre, una cierta y ardorosa vanguardia. Existe. Lo demostró hace unos días en la Fnac la presentación del libro Duermevela. Diario de sueños (Ed. Palmart), del que fuera profesor universitario Javier Esteban. Había allí muchos jóvenes, que Javier Esteban arrastra con su vital e intelectual entusiasmo y que dirige en esa revista interactiva, gratuita, comprometida, crítica y con algo de fanzine que es Generación XXI. Los jóvenes universitarios responden a la convocatoria de Esteban porque mantiene intacta la juventud de su propio pensamiento, porque es prologado por Fernando Arrabal y lo trae a la Fnac, porque se mantiene ácrata, porque conduce un programa radiofónico de libros y habla de Michel Houllebec, porque es padre y antiprohibicionista, porque husmea el futuro e interviene, porque es incombustible y no se deja embaucar por los cantos de sirena de la biografía. Esto es lo que quieren los jóvenes y contra sus enemigos votarán. Los de la foto.

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