Mallorca blanca: conmemoración casera de la conquista (1229)

De pronto, había anochecido. Por la vidriera, dos hombres sentados a la mesa camilla observaban las calles revueltas de S'Arraval de Felanitx. Las aparecidas luces amarillas, alguna vacilante, dejaban ver los transeúntes. Ardía el brasero. El salón era oscuro. Como en salmodia uno de los hombres dijo: "Por mucho que te fijes no se distinguen, parecen siempre el mismo. Los moros andan con demasiada lentitud. Y es extraño que cuando forman corros sólo hable uno. ¿Te has dado cuenta?". El menos viejo asintió con la cabeza. Continuó el otro: "Llevo años mirándolos y no he conseguido entender por q...

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De pronto, había anochecido. Por la vidriera, dos hombres sentados a la mesa camilla observaban las calles revueltas de S'Arraval de Felanitx. Las aparecidas luces amarillas, alguna vacilante, dejaban ver los transeúntes. Ardía el brasero. El salón era oscuro. Como en salmodia uno de los hombres dijo: "Por mucho que te fijes no se distinguen, parecen siempre el mismo. Los moros andan con demasiada lentitud. Y es extraño que cuando forman corros sólo hable uno. ¿Te has dado cuenta?". El menos viejo asintió con la cabeza. Continuó el otro: "Llevo años mirándolos y no he conseguido entender por qué vienen a la plaza ni a la hora en que lo hacen. No sé nunca si acuden o pasean. Y tú, ¿lo sabes?". El menos viejo hizo un gesto vago, mirando fuera, absorto. Siguió el otro: "Fuman mucho. No sé cómo pueden pagárselo. Como no trabajan, seguramente roban. ¿No te parece?". "Sí", dijo el menos viejo, "es probable que te hayan robado y aún no lo sepas. Y, en efecto, no puedes distinguirlos porque todos son uno". Suspiró aliviado el más viejo y añadió, lacónico: "Tú lo has dicho". Era el 29 o el 30 de diciembre de 2002. No llegaban al salón los ruidos que, sin duda, se producían fuera. Los pasos arrastrados, un taconeo veloz, las voces, quizá aflautadas en conversación, los abruptos saludos, el motor en marcha de dos coches en fila, demasiado tiempo inmóviles, eran sonidos que se veían y que los dos mirones reproducían y asignaban sin fallo alguno a las movedizas imágenes. De la pastelería procedía una intensa luz rosada sacudida intermitentemente por los vaivenes de una puerta de vidrios opacos.

Pensó que lo difícil era advertir cuándo acaban las cosas, darse por enterado de su fin

"Tienes razón, sí. Todos son uno. Hagan lo que hagan. Siempre te están mirando como si no te vieran", prosiguió el más viejo, y se agachó para remover con una pala de hierro la carbonilla del brasero. Por las faldas, brevemente levantadas, de la camilla se escapó un hervor como de aliento. Por un instante, las brasas avivadas se reflejaron en el espejo. Volvió la tiniebla y la casa quedó en silencio. "¿Quién recuerda cómo empezó todo?", añadió, reposando las manos blancas y venosas sobre los brazos de la butaca. El menos viejo movió lentamente la cabeza y percibió que una penosa mueca se le quedaba colgada de la boca. Pensó que lo difícil era advertir cuándo acaban las cosas, darse por enterado de su fin. Que se sepa, lo que en las sociedades humanas promueve la cohesión, el reconocimiento del propósito y su sentido del tiempo, de sus fases, es la generación de multitud, la eufórica percepción de su crecimiento en número. Ser más es resultado de una compleja práctica social. No es fácil aumentar sostenidamente, seleccionar y asegurar mantenimiento, organizar un orden social reproductivo con adecuados estímulos y castigos que regulen el crecimiento. Para aumentar también es necesario no desdeñar la disminución programada de los demás produciendo para ello complicados procedimientos de identificación de la barbarie, que tiene, por supuesto, que ser exterminada. Nada de todo esto es fácil. Llegar a ser más es una sabiduría técnica frágil y olvidadiza. El menos viejo había creído poder observarlo en los viajes que de joven realizó a países salvajes y así lo hizo constar en los aburridos informes administrativos que escribió para la sociedad secreta a la que pertenece, cuya finalidad inalcanzable es, justamente, la supresión de costumbres salvajes. Optó, pues, por no responder la pregunta sobre cuándo debió de haber comenzado todo. Probablemente, el otro no aguardaba respuesta alguna.El vaho en los cristales deformaba las figuras y enturbiaba las luces amarillentas en la plaza, de pronto, ensombrecida. Escasos eran ya los transeúntes. Extrañamente quieto, como esperando una voz, permanecía un corro de hombres solos junto al obelisco del centro de la plaza insensibles al viento frío que allí se arremolinaba. El menos viejo rompió el silencio: "Vulnerables y, sin embargo, perennes; vigilados, pero inasequibles. Livianos son los bordes que nos separan de la barbarie. Los últimos blancos, quizá". El otro, con la mirada perdida en la brumosa afuera, preguntó en voz baja: "¿Cómo será el final?". El menos viejo respondió: "No lo sé. Como todos los finales, supongo. Probablemente, atroz".

Se oyeron pasos y una luz lejana se encendió en la casa. La puerta del salón se abrió discretamente y Catalina, con voz queda, llamó a cenar a los dos ancianos.

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