Tribuna:

¡No a esta guerra!...

"Mientras la guerra no se produce, hay que hablar de ella como si no pudiera producirse" (Aristide Briand, 1862-1932). ¿Es aún posible?

Después de todo, y al igual que Prévert, podríamos limitarnos a decir: "¡Qué estupidez, la guerra!". La historia de los hombres se resumiría, en definitiva, en una serie de gilipolleces. Pero, por desgracia, en ocasiones hay que hacer la guerra y, para decirlo de entrada, debemos felicitarnos de que los americanos la hicieran contra los nazis y contra los bolcheviques. Sencillamente, hay casos en los que la guerra no es, en efecto, más que una enorme es...

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"Mientras la guerra no se produce, hay que hablar de ella como si no pudiera producirse" (Aristide Briand, 1862-1932). ¿Es aún posible?

Después de todo, y al igual que Prévert, podríamos limitarnos a decir: "¡Qué estupidez, la guerra!". La historia de los hombres se resumiría, en definitiva, en una serie de gilipolleces. Pero, por desgracia, en ocasiones hay que hacer la guerra y, para decirlo de entrada, debemos felicitarnos de que los americanos la hicieran contra los nazis y contra los bolcheviques. Sencillamente, hay casos en los que la guerra no es, en efecto, más que una enorme estupidez. Y la que los americanos se disponen a librar contra Irak batirá, en este aspecto, todas las plusmarcas.

Resumamos esta historia, como si fuera para un niño, con las palabras más sencillas. Una mafia -la de Bin Laden- ataca brutal y duramente a la primera potencia mundial. El golpe es terrible. El gigante lo encaja, vocifera y estalla. ¿Cómo han podido atreverse? Busca a los criminales, a los bandidos, a los monstruos. Lo moviliza todo para encontrarlos, recurre a las tecnologías más sofisticadas. Afganistán, supuesto escondite de esta nueva mafia, es fotografiado sin descanso de las cimas a las cuevas. Pero no hay manera. Bin Laden sigue mofándose de la opinión pública mundial.

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Así pues, ¿qué hacer? Porque, claro está, no se puede no hacer nada. ¿Cómo demostrar que el gigante herido ha conservado toda su fuerza y que esta fuerza sigue siendo única? Y es entonces cuando se acuerda de la existencia de un enemigo que resulta providencial: este Sadam Husein con el que tiene cuentas que saldar y cuya mafia es bien conocida. Esta mafia tiene un territorio, sus armas siguen siendo peligrosas y su jefe es un siniestro déspota con el que se cometió el error de dejarle en el poder tras la guerra de 1991. Ya se decía que algún día habría que acabar con este dictador, pero no era algo ni urgente ni programado. Y, 12 años más tarde, cree tener una idea genial al atacar a esta mafia bien conocida para castigar al otro, al que no se logra atrapar. Y moviliza tesoros de falsas informaciones, de manipulaciones, de cotilleos y de rumores, para demostrar que, en realidad, ambas mafias forman una sola.

¡Menudo hallazgo! Van a hacer la guerra contra Sadam Husein porque, en el fondo, al parecer no es más que la máscara de Bin Laden, a menos que sea al revés. Y todo el mundo, ya verán, se inclinará. Es lo que se logra cuando se es una superpotencia. Todos van a descubrir tras el rostro del Doctor Jekyll-Sadam Husein los rasgos monstruosos de Mister Hyde-Bin Laden (uno recuerda la escena aterradora de la metamorfosis). Y los autores de la superchería tienen la intención de hacer que el mundo la acepte. Son los más fuertes. Pueden imponer no sólo el derecho, sino la visión. Ya sólo existe una única mirada con que ver el planeta, y es americana. George W. Bush juega con el globo como Chaplin en El gran dictador.

¿Consideran esta comparación exagerada? ¿No demasiado sutil? Yo también. Seguramente carece de dimensión geopolítica y polemológica. Sería el momento de preguntarse -Clausewitz, ¿dónde estás?- en qué se convierte el arte de la guerra en este comienzo de siglo XXI, en el que ya no se sabe dónde está el enemigo, dónde están las fronteras, cuáles son las armas. Pero resulta que todo se complica. La superpotencia, por muy herida y fraternal que siga siendo, no encarna forzosamente al derecho. Hay personas y naciones que dudan, que recelan, que se inquietan. ¿Existen realmente vínculos entre Sadam Husein y Bin Laden? ¿Acaso no se corre el riesgo de unir en el radicalismo a unos musulmanes a punto de dividirse? Nosotros, que queremos evitar a cualquier precio su unión, ¿vamos a lograrla? Son las preguntas que se hacen Francia, Alemania, Bélgica, Rusia y China, al menos en estos momentos. Y entonces, de pronto, en vez de ese choque de civilizaciones al que se pretendía temer, resulta que se enfrentan las culturas de los hermanos occidentales.

¿Pero en nombre de qué? ¿En función de qué referencias? El Viejo Mundo no tiene más simpatía por Sadam Husein que la que tiene el Nuevo. Estados Unidos sigue encarnando para nosotros los valores occidentales, es decir, nuestros valores, los de cada uno de nosotros. Es en los dos continentes, el suyo y el nuestro, donde han nacido la Carta Magna, el Habeas Corpus, los Estados Generales, la Revolución Americana, la Revolución Francesa y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Ha habido conflictos entre el antiguo y el nuevo mundo, pero, ¿acaso no se recuerda que Francia es uno de los pocos países que no ha entrado nunca en guerra contra EE UU?

¿Qué ocurre entonces? En casi todas partes se comprende que EE UU, tras sufrir el 11 de septiembre de 2001 uno de los traumas más humillantes de su historia desde Pearl Harbor, haya decidido manifiestamente demostrar al mundo que ya nadie, nunca más, podrá atacarle impunemente. Pero, ¿era necesario, por muy poderoso que sea, y en nombre de ese poder, que se tomase la justicia por su mano? ¿Realmente tenía que proclamar que todos aquellos que no estuvieran con él estaban contra él? ¿Tenía que llegar al punto de sospechar que los franceses son proárabes, anti-americanos, antisemitas y, por último y en definitiva, unos pesados? Obligado a ver que los franceses no eran los únicos y jugando hábilmente con la concesión y la estrategia, ha terminado por remitirse al Consejo de Seguridad, aun a riesgo de arrancarle la célebre resolución 1.441, que le permite castigar "legalmente" a Irak en caso de incumplimiento por Sadam Husein de los compromisos que tomó respecto a la eliminación de sus armas de destrucción masiva. Pero esta resolución deja todo en manos de los nuevos inspectores de la ONU y de las conclusiones que saquen de sus informes los miembros del Consejo de Seguridad. Lo que equivale a decir que EE UU, o bien podrá hacer la guerra con el aval del Consejo de Seguridad o decidir hacerla despreciando un veto que podría, por cierto, ser el de Jacques Chirac.

Mientras tanto, Bush establece alrededor de Irak un dispositivo ofensivo que espera el día, la hora, el minuto y el segundo en el que miles de bombas caerán sobre Bagdad acompañadas inevitablemente de "daños colaterales", es decir, recordémoslo al menos, de civiles.

¿Qué posibilidades hay de evitar esta guerra? "Mientras no se produzca, hay que hablar de ella como si no pudiera producirse", decía Aristide Briand, 1862-1932. No es exactamente lo que hacen hoy los egipcios, los turcos y los restantes vecinos de los iraquíes, por no hablar de los australianos e incluso de los mexicanos. Todos están ya en la posguerra. Y, que Dios me perdone, hay un hecho de mal augurio: cuando el Papa toma una iniciativa, como acaba de hacerlo al enviar a un emisario a Irak, es que todo está acabado. Pero si todo está acabado, si la guerra es inevitable, ¿qué es loque empieza y amenaza con perdurar? Sabemos lo mucho que los americanos, y sobre todo, al parecer, Donald Rumsfeld y Paul Wolfowitz, han teorizado sobre su voluntad de precipitar una guerra programada desde hace tiempo, pero que no debía desarrollarse pasado mucho tiempo. Sadam Husein era un peligro virtual; se le ha transformado en una amenaza real al incluirlo en ese "eje del mal" con Irán, Corea del Norte y todas las naciones sospechosas de haber armado el brazo de Bin Laden y la organización Al Qaeda. Pero, después de todo, ni siquiera esta simplificación desmesurada hubiese tenido importancia, según mi punto de vista, si yo no estuviese obsesionado por la repetición de los problemas que se plantean en toda la región de Próximo y Medio Oriente, en todo el espacio árabe musulmán.

Los americanos, como otros muchos, menosprecian la llamada teoría del dominó y están convencidos de que un conflicto en un país no tiene ningún riesgo de contagio fuera de sus fronteras. Las declaraciones de solidaridad interárabes son, a su parecer, meros conjuros. Piensan que atacar a Irak supone contentar a Siria. Dejar en suspenso los problemas de Arabia Saudí no implica ofender a Egipto. En cuanto a los palestinos, rara vez se ha visto pueblo tan poco ayudado, apoyado, alentado por sus hermanos, salvo a través de apoyos diplomáticos e invocaciones religiosas. ¿Saben cuál es la única población que salió a la calle para protestar contra las masacres de Sabra y Chatila?, preguntaba el representante de la Autoridad Palestina en Europa. Los jóvenes manifestantes israelíes de la izquierda laborista, que pedían entonces la dimisión de Sharon.

Nada de todo esto es falso. Y, sin embargo, tras cada derrota árabe, tras cada humillación del islam, que se acumula en estratos que nada logra pulverizar, que aumenta a lo largo de los siglos desde el final de la Edad de Oro y el declive del Imperio Otomano, siempre ha surgido un líder que intenta reunir a la nación árabe, y para vengarla. Pero hay más aún. Esta intervención en Irak se va a producir justo cuando el terrorismo radical y el islamismo nihilista estaban provocando, dentro del propio islam, las mayores reacciones reformistas e incluso revolucionarias. Gracias en parte a Bin Laden y a los suyos, aparecían grandes reformadores. Por ejemplo, rara vez ha habido tantos intentos de modernizar el islam, de hacer que sus valores sean compatibles con los países de acogida, e incluso de secularizarlo. Dicho de otro modo, estaba en marcha una occidentalización o, más bien, una universalización de los valores del islam. Tras la guerra que se anuncia contra Irak se puede esperar un nuevo repliegue de las naciones árabes-musulmanas en torno a una solidaridad antioccidental. Por eso lo más beneficioso que se puede esperar para el pueblo iraquí es que la libertad no se la traigan las bombas americanas, sino un contagio de las ideas modernas que conduciría a la marcha de Sadam Husein.

Todo esto no sería más que un accidente entre muchos otros en la historia si no corriese el riesgo de desembocar en una redistribución de las cartas, en una ruptura de las coaliciones, en una discusión sobre lo que pudiese quedar del antiguo orden mundial. Comparto aquí el espanto de François Heisbourg cuando escuchó a Donald Rumsfeld declarar en Múnich que "los gobiernos que no están con nosotros tendrán al final que cambiar de posición, si no algún día deberán responder por ello ante su electorado". Y celebro, al igual que hace él, que Alemania, Francia y Bélgica se hayan atrevido por primera vez a oponerse a una voluntad de EE UU y de aquellos que les siguen incondicionalmente. En la OTAN se trataba de conceder privilegios de protección a Turquía. Nada hubiese sido más normal. Con la diferencia de que se sabía que los turcos, como muchos otros -como los egipcios, como los rusos, como los chinos y algunas repúblicas petroleras de Asia Central- negociaban su incorporación a la coalición americana contra Irak en la ONU. El rechazo de los franceses, de los alemanes y de los belgas ha sido recibido como una fisura en un conjunto hasta entonces inatacable. ¿Había EE UU formulado sus deseos estando demasiado seguro de que se cumplirían? ¿Han adoptado sus representantes un nuevo tono que revela su disposición a creerse tutores, protectores y gendarmes del mundo? En cualquier caso, hemos sentido que estábamos en vísperas de sacudidas institucionales, las de la ONU, la OTAN y Europa. Y todo esto porque el imperio americano, triunfal cuando se siente superior, se vuelve arrogante cuando se siente herido. Sufrimos todos los efectos de las ondas de la conmoción causada por Bin Laden. La mayor derrota de la civilización occidental que va a consagrar esta guerra espantosa: una estupidez. Forzosamente hay que terminar con esta palabra.

Jean Daniel es director del semanario francés Le Nouvel Observateur.

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