Crítica:

Inteligencia artificiosa

A su paso por Barcelona para presentar esta novela, David Lodge (Londres, 1935) confesó que, "al principio, escribía sobre mis propias experiencias, pero, una vez agotadas éstas, investigo mucho los temas: suelo tardar dos años en investigar y uno en escribir".

Conmueve casi esta declaración acerca de un método de trabajo que, dejando para otros los deleites de la inspiración, o de la improvisación, o de la desinhibición, revela una concepción muy profesional del oficio de escritor, en su sentido más servicial, menos infatuado.

Dicen que los mejores profesores son los que, lejos ...

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A su paso por Barcelona para presentar esta novela, David Lodge (Londres, 1935) confesó que, "al principio, escribía sobre mis propias experiencias, pero, una vez agotadas éstas, investigo mucho los temas: suelo tardar dos años en investigar y uno en escribir".

Conmueve casi esta declaración acerca de un método de trabajo que, dejando para otros los deleites de la inspiración, o de la improvisación, o de la desinhibición, revela una concepción muy profesional del oficio de escritor, en su sentido más servicial, menos infatuado.

Dicen que los mejores profesores son los que, lejos de ya saberlo, aprenden antes lo que tienen que enseñar, de forma que en su lección vibra todavía la inquietud de la búsqueda y la fruición del conocimiento. Asimismo, hay escritores muy apreciables que no renuncian a la dimensión pedagógica, por así decirlo, de su oficio; que estiman que es su obligación buscar y plantear cuestiones de interés general, y que se aplican en exponerlas de un modo ameno, divertido y documentado. David Lodge (viejo profesor él mismo) es uno de ellos, aun cuando se le tenga por encima de todo -y con razón- como un humorista. Quienes al entrevistarlo se sorprenden de su sosa impavidez, se olvidan de que, por mucho que sea uno de los más brillantes herederos y cultivadores de la impagable tradición del humorismo británico, lo es también de una tradición novelística esforzada y circunspecta, que nunca pierde de vista su proyección civil y su función entretenedora y divulgativa, por no decir educadora.

PENSAMIENTOS SECRETOS

David Lodge Traducción de Jaime Zulaica Anagrama. Barcelona, 2003 400 páginas. 19 euros

En Pensamientos secretos,

su última novela, Lodge se ha propuesto abordar un asunto particularmente peliagudo: el debate en torno a la conciencia -sus procesos y sus contenidos- abierto entre la facción más materialista de las llamadas ciencias del conocimiento y los planteamientos supuestamente más humanistas. Es un asunto lleno de aristas, en el que argumentos que a menudo parecen extraídos de la ciencia-ficción (inteligencia artificial y delirios robóticos) se enfrentan a viejas y solemnes cuestiones -el amor, la muerte, el alma, Dios- tradicionalmente relegadas a las pantanosas fronteras de la metafísica con la religión.

Como acredita la bibliografía servida al final del libro, Lodge se ha metido un atracón de lecturas relativas a este asunto, y lo aprendido a través de ellas lo pone, más o menos vulgarizado, en boca de Ralph Messenger, su protagonista: un célebre y apuesto investigador que dirige un lujoso Centro de Ciencia Cognitiva en la imaginaria Universidad de Gloucester, Inglaterra. Por su parte, Ralph, que pese a estar felizmente casado y ser padre de dos hijos arrastra tras de sí una bien ganada fama de mujeriego y de conquistador, se empeña en seducir a Helen Reed, una atractiva novelista que ha sido invitada por la universidad a impartir un curso de posgrado. Helen, que acaba de enviudar, y que además es mujer de principios, se le resiste, y en el tira y afloja entre ambos tienen lugar las glosas y discusiones sobre lo divino y lo humano que sirven de pretexto al tinglado de la novela.

El tinglado en cuestión lleva la marca inequívoca de Lodge, especializado en el arte de convertir los campus universitarios en escenarios de estupendos enredos. Si bien en esta ocasión peca Lodge de un exceso de prolijidad, al que lo invita quizá la complejidad y la sofisticación del tema escogido. Por lo demás, la novela roza muy superficialmente las cuestiones de fondo que se propone tratar, y los pasajes mejor documentados acaban siendo los más áridos y fatigosos. Por si fuera poco, cierta inquietud formal que late siempre en la narrativa de Lodge parece desbocarse esta vez, y da lugar a jugueteos escasamente afortunados, como esos ejercicios de estilo que Helen encarga a sus alumnos y de los que se ofrecen muestras bastante decepcionantes. Transversalmente emerge el atractivo tema que apunta el título: esos "pensamientos secretos" que toda persona alberga y que es imprescindible mantener reprimidos y ocultos a los demás, se dice, "para mantener el respeto a uno mismo". Pero es éste un tema que, sin llegar a desarrollarse, distrae y retuerce la dirección inicial del relato, y contribuye finalmente a su innecesario abultamiento.

A la postre, lo que justifica y sostiene la lectura son las más sólidas y constantes cualidades de Lodge: la piadosa causticidad con que dibuja situaciones y personajes, la inteligencia y la hilaridad de sus diálogos, la tenue pero inquietadora moralidad que irradian sus historias, la sutileza y la profundidad de algunas observaciones. Y en particular, en esta novela, la irresistible comicidad de los monólogos de Ralph, quien experimenta consigo mismo tratando de apresar en una grabadora el azaroso flujo de su conciencia ociosa y libre de ataduras. Por llamar así -¡flujo!- a lo que la mujer de Ralph tacha llanamente de cloaca...

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