Tribuna:

Misericordia

Los niños lo saben. Al final de la calle de la Huerta, en la villa de Cox, hay una casa en ruinas que, con los años, se ha teñido de leyenda y misterio. Ellos se acercan hasta allí con sigilo y en grupo. El más díscolo se aproxima a la ventana, escruta el interior bajo la visera de su mano, golpea el cristal y corre raudo hacia los otros gritando "loca, loca" mientras el pelotón de escolares descarga piedras contra la casa y emprende la huida en tropel, calle abajo. Lo que no saben todavía es que la bruja que mora en la cochambrosa vivienda de su pueblo no es bruja ni hechicera ni madrastra qu...

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Los niños lo saben. Al final de la calle de la Huerta, en la villa de Cox, hay una casa en ruinas que, con los años, se ha teñido de leyenda y misterio. Ellos se acercan hasta allí con sigilo y en grupo. El más díscolo se aproxima a la ventana, escruta el interior bajo la visera de su mano, golpea el cristal y corre raudo hacia los otros gritando "loca, loca" mientras el pelotón de escolares descarga piedras contra la casa y emprende la huida en tropel, calle abajo. Lo que no saben todavía es que la bruja que mora en la cochambrosa vivienda de su pueblo no es bruja ni hechicera ni madrastra que lance maleficios. Es una anciana herida por la vida que ha adaptado las cosas a la medida de su alma. Allí, tras la persiana y el portón que la aislan del mundo, Josefina Marhuenda Berná acomoda su existencia entre objetos devastados, paredes que exhalan humedad, miseria escrita en todos los rincones y mendrugos fermentados que se lleva a la boca por puro instinto. Sus ojos, nublados y azules, se han hecho a la oscuridad como los de un animalillo adiestrado en las sombras, en latitudes subterráneas, porque en su casa no hay luz eléctrica ni calor apacible. Tampoco agua corriente -la cortaron hace años-, aunque en su misma puerta, cuando el día escupe claridades, algún vecino deposita cubos de agua que ella recoge, agradecida, para su aseo elemental, para abrevar en ellos.

Alguien me cuenta que Josefina, a sus 84 años, con un brazo casi inmóvil y la memoria gastada como una vieja moneda, conserva el secreto de una historia demasiado feliz. Fue una joven turbadoramente hermosa y de las más ricas de Cox, pero su esposo dilapidó la herencia al presentir la muerte y la obsequió con toda la soledad de este mundo. Unos jóvenes la apedrearon no hace mucho y aún le duele el recuerdo. Me conmovió verla el pasado martes en una foto de prensa ataviada de harapos y perdida, infinitamente perdida, como un alma sola, como una anciana caída de un relato de Dickens para escarnio y vergüenza de los Servicios Sociales de un municipio que reduce su misericordia a cortarle la luz por impago o a devolverla a su "hogar" cuando camina sin rumbo por las calles desiertas del invierno.

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