Columna

Derrumbes

Varias veces yo había visitado ese zaguán en penumbra, con la académica puerta de cristal y las paredes vestidas con paneles de madera, al que le gustaba declarar su parentesco con las viejas imprentas de principio de siglo. La librería Padilla contaba con una larga mesa principal en la que, aparte de las últimas novedades editoriales, el curioso podía descubrir, si rastreaba lo suficiente, lejanas postales con un aura amarilla, poemas al vino encuadernados en rústica, retratos de Chéjov, de Horacio o de Larra acartonados por la indiferencia y el olvido. Pasé algunos buenos ratos a la sombra d...

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Varias veces yo había visitado ese zaguán en penumbra, con la académica puerta de cristal y las paredes vestidas con paneles de madera, al que le gustaba declarar su parentesco con las viejas imprentas de principio de siglo. La librería Padilla contaba con una larga mesa principal en la que, aparte de las últimas novedades editoriales, el curioso podía descubrir, si rastreaba lo suficiente, lejanas postales con un aura amarilla, poemas al vino encuadernados en rústica, retratos de Chéjov, de Horacio o de Larra acartonados por la indiferencia y el olvido. Pasé algunos buenos ratos a la sombra de aquellos volúmenes, como en compañía de los discos de Casa Damas, mientras hojeaba partituras y enfrentaba mi admirada ignorancia a aquellos signos que cifraban silencios y compases. Cada paseo hasta aquel local angosto de la calle Sierpes guardaba una pequeña felicidad, porque siempre se me reservaba una versión nueva de un clásico que había pasado por alto o una biografía en la que hasta entonces no había logrado reparar; y antes de trasponer el umbral para comenzar con mis búsquedas, saludaba a los violines expuestos en el escaparate, o a los saxofones o las panderetas, todos con el aire dulce y desamparado de animales retenidos en las jaulas de una tienda de mascotas. Padilla y Damas han protagonizado breves capítulos de mi pasado que me gusta releer con algo similar a la nostalgia o el agradecimiento: ese mismo sentimiento que se tiñe de matices más oscuros cuando pienso que, por algún azar, en el momento en que yo examinaba los pentagramas o recorría los renglones de un verso, el cielo podría habérseme venido sobre la cabeza para cancelar las sinfonías, los poemas, el insomnio, las calles, este redundante universo.

No hay por qué restringir ese temor al pasado. Diariamente pululo por librerías, tiendas de todo pelaje, oficinas y bares sostenidos en un precario equilibrio por un bosque de pértigas y andamios. En ocasiones, de noche, camino solo o no por un callejón del centro que tiene algo de desfiladero, y en el que la avalancha es una posibilidad real, que sólo mitigan las baterías de contrafuertes adosados a las cansadas fachadas de los edificios circundantes. Cada año, el aluvión de lluvias otoñales u otras insidias de la meteorología arroja el mismo resultado de muros desplomados, casas deshechas como castillos de arena, construcciones que en nuestra ingenuidad pensábamos sólidas pero cuyos esqueletos estaban hechos de cristal o chocolate. Sevilla es una abuela venerable, una superviviente de épocas distantes a la que un atento seguimiento médico permite continuar en pie: pero a veces la abuela se resfría, o siente dolor de muelas, o agarra una urticaria, y el servicio de urgencias se vuelve más necesario que nunca. Sé que el Ayuntamiento de esta ancestral capital nuestra tiene todavía muchas cosas por hacer y que ordena sus planes de actuación dependiendo de un escrupuloso orden de prioridad; a mí me parece que la sanación de los edificios enfermos debería hallarse por delante de cualquier otro proyecto: porque no habrá seguridad ciudadana ni plan de vivienda que valgan cuando todos nuestros cráneos hayan quedado enterrados bajo una lluvia de ladrillos.

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