Tribuna:

Ca Revolta, casa de locos

En las últimas semanas corre por la ciudad el fantasma amenazador del cierre de Ca Revolta, sin duda la asociación cultural independiente más activa de cuantas entidades cívicas existen en Valencia, comprometidas en la noble tarea de promover la participación ciudadana a través de la cultura. Así puede ser considerada aquella tras un simple vistazo a la memoria que recoge sus dos años de existencia y constituye el mejor alegato en su defensa. Cualquiera que haya tenido algo que decir en este tiempo ha podido encontrar allí la mejor tribuna de opinión, y cualquier colectivo ha dispuesto de un f...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

En las últimas semanas corre por la ciudad el fantasma amenazador del cierre de Ca Revolta, sin duda la asociación cultural independiente más activa de cuantas entidades cívicas existen en Valencia, comprometidas en la noble tarea de promover la participación ciudadana a través de la cultura. Así puede ser considerada aquella tras un simple vistazo a la memoria que recoge sus dos años de existencia y constituye el mejor alegato en su defensa. Cualquiera que haya tenido algo que decir en este tiempo ha podido encontrar allí la mejor tribuna de opinión, y cualquier colectivo ha dispuesto de un foro permanente de debate donde discutir temas de interés general, sin otra restricción que las reglas del juego democrático y los límites físicos de audiencia, casi siempre multitudinaria. Un espacio autónomo, abierto y acogedor, lleno de vida en todos sus rincones tras la acertada rehabilitación del viejo caserón que sobrevive hoy como testigo del paso de varios siglos y comenzó años atrás con una subasta festiva de llaves simbólicas, de esas que no entran en ninguna cerradura. Allí suena la música mucho mejor que en casa, por lo que gentes de diversas edades acuden a compartir sus gustos en directo o en sesiones disco, desde las vanguardias tecno y los cantautores de raíces folk, hasta voces a capella y orquestas de cámara. Para eso sirve la antigua fábrica de hielo que albergaba el sótano, hoy reconvertida en cava de jazz o en sala de proyección de buen cine, donde igual se celebra una cena de hermandad que un recital de poesía, una asamblea de vecinos, una movida nostálgica o una fiesta solidaria. Siempre hay algún hueco para colgar cuadros, poemas y fotografías que animan el bar, las escaleras o el zaguán, entre esculturas de diseño variopinto, figuras móviles o montajes sorprendentes. Igual que las propuestas gastronómicas del personal de la cocina, capaz de improvisar acomodo para una amplia lista de comensales con buen apetito y escaso poder adquisitivo, combinando tradición huertana y modernas exquisiteces, que se sirven con buen humor y reconocida agilidad felina por parte de los camareros.

Por eso es fácil encontrar un amplio abanico de asistentes, desde inmigrantes desvalidos en busca de acogida y jóvenes con crestas multicolor que dan un poco de vida a los nuevos reductos marginales, hasta vigorosos jubilados republicanos que tratan de hacer valer la memoria histórica y la restitución de su humillada dignidad de combatientes. Así se recompone una suerte de calendario perpetuo que con esta fusión de tradición y modernidad simula la rueda de la vida, como nuestros revoltosos amigos nos recuerdan con sus ideas trasgresoras cada vez que llega el Carnaval, antes de que sea decretada la uniformidad chabacana del ritual fallero; o en vísperas de San Juan, cuando nos animan a celebrar la magia mediterránea del solsticio de verano, o como ahora, en Navidad, cuando instalan una surtida tienda alternativa de precio justo y consumo prudente. Cualquier momento es bueno para la diversión y la fiesta, que también son formas de cultura popular como sus promotores reivindican. No en vano son veteranos militantes contra el franquismo muchos de ellos, nacionalistas, verdes o desencantados del travestismo desvergonzado de la política, pero todavía rebeldes con causa, que han sabido conectar con el relevo generacional de otros tantos disconformes para inventar una utopía realizable en su propia casa, por si acaso el sueño de la revolución no llegara nunca a realizarse.

Eso es Ca Revolta, una suerte de ateneo vitalista y creativo surgido entre las ruinas urbanísticas y las miserias humanas del maltrecho barrio de Velluters, que recuerda aquella divertida casa de corte transversal en el Tiovivo: la 13, Rue del Percebe del genial Ibáñez. Pero sin inquilinos morosos perseguidos por acreedores; aquí los perseguidores llevan uniforme y acuden cada día a jugar a policías y ladrones, con la excusa de medir los decibelios y hacer cumplir rebuscadas ordenanzas municipales. Porque para el Ayuntamiento ésta no es una viñeta de tebeo ni una casita de juguete, sino una auténtica casa de locos peligrosos entregados a una frenética agitación cultural que podría hacerse contagiosa si llegara a extenderse. Es la cultura lo que molesta, sobre todo cuando surge desde la imaginación popular de la sociedad civil, lejos del poderío de la Administración y sus subvenciones, lo que demuestra que no son tan necesarios fastuosos presupuestos, ni asesores, intermediarios o burócratas profesionales. Ni concejales censores, que igual promocionan incoherentes festivales de cine que cierran una exposición de fotos de mujeres embarazadas, orgullosas de sus cuerpos desnudos; ni tampoco gestores irresponsables que al reclamo de cualquier oportunista picapleitos amenacen con derruir el rehabilitado teatro de Sagunto, para estupefacción general. Son los mismos que desprecian la sabiduría innata contenida en la locura cuando proponen vaciar hospitales psiquiátricos, abandonando a los internos a su suerte, para montar algún delirio temático que deje una huella fatua de su memoria, con la excusa de ambiciosas iniciativas culturales. Y sin dejar de repetirnos con machaconería la gloria pionera de Valencia en la tradición de amparo a los desvalidos y los enfermos mentales

He visto sitios como Ca Revolta en Amsterdam, Londres, Berlín o Copenhague. Lugares alternativos al poder oficial, donde rigen la voluntad ciudadana y la apuesta por la vida, que se comparten con fervor solidario y se transmiten entre generaciones, como he podido comprobar desde mis tiempos de antiguo mochilero hasta viajes más recientes. En ciudades cultas, de reconocida tolerancia liberal, este tipo de iniciativas se miman y protegen como reservas cívicas dignas de emular. Sobre todo en un contexto como el que rodea aquella casa, en un barrio histórico tan degradado por la inseguridad y la especulación, el tráfico de drogas, la prostitución y el abandono municipal. Pero la ciudad de Valencia, que también cuenta con una rica tradición de casas del pueblo y ateneos libertarios, sufre de cuando en cuando la asfixiante opresión de los nuevos inquisidores; de esos que se echan al cinto la mano cuando se habla de cultura. Aunque sólo necesiten la excusa más nimia para justificar su intromisión autoritaria, como la queja de algún vecino quisquilloso, capaz de impresionar al poder judicial. Ni siquiera esto será bastante para detener la energía tozuda de los fundadores, convencidos de que al final la razón habrá de imponerse, porque a buen seguro admitirían entre ellos hasta la disidencia hostil de ese sujeto querulante que solicita su cierre. No se me olvida la fiesta del primer aniversario, cuando todo el mundo cantaba aquel bello tema de Sisa, en torno a una vela que apagaron los asistentes -numerosos vecinos entre ellos-, encantados con sus nuevos parroquianos que hacen salir el sol en el barrio por las noches:

¡Oh! benvinguts, passeu, passeu / de les tristors en farem fum / la casa meva és casa vostra si es que hi ha cases d'algú...

Cándido Polo es psiquiatra de los Servicios de Salud Mental de Valencia.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En