Columna

La ciudad y los perros

Este título de la primera novela de Vargas Llosa alude a unos perros más o menos metafóricos. Los que contiene esta crónica están dotados, por el contrario, de una materia de densidad variable. No tanta como la que inunda las costas gallegas estos tristes días, pero bastante. Y desde luego inconveniente. Cinco mil kilos de esas inconveniencias depositan a diario los perros sobre la sufrida ciudad de Sevilla. No sé cómo habrá hecho el Ayuntamiento sus cálculos, y prefiero no saberlo. Pero son cinco mil kilos de algo que sobra. Lo que no le sobra al municipio son recursos para quitar de las call...

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Este título de la primera novela de Vargas Llosa alude a unos perros más o menos metafóricos. Los que contiene esta crónica están dotados, por el contrario, de una materia de densidad variable. No tanta como la que inunda las costas gallegas estos tristes días, pero bastante. Y desde luego inconveniente. Cinco mil kilos de esas inconveniencias depositan a diario los perros sobre la sufrida ciudad de Sevilla. No sé cómo habrá hecho el Ayuntamiento sus cálculos, y prefiero no saberlo. Pero son cinco mil kilos de algo que sobra. Lo que no le sobra al municipio son recursos para quitar de las calles esa marcación inconsciente del territorio, que los animalitos no es que lo hagan a mala idea, sino siguiendo un instinto; tal vez incluso lo hacen por prestar a sus amos la ilusión de poseer la ciudad. El hecho es que, con sus limitados recursos, el consistorio apenas alcanza a retirar un diez por ciento de la cosa esa. Y hace mal, yo creo, porque no es buen ejemplo para los dueños de canes, que están obligados a llevarse a su casa, junto con el perro, el sobrante orgánico. (Ya ven que estoy tratando todo el tiempo de no escribir la palabra maldita y sus sinónimos habituales. A ver si lo consigo). El resto (me refiero al compuesto metabólico inasumible) queda para que se los lleven el sol, la lluvia y las suelas de los zapatos. Pues no creo que vengan muchos voluntarios de por ahí a echarnos una mano. Y no quiero ni pensar lo que esa cantidad significa multiplicando, multiplicando. Ni el presupuesto que haría falta para poner a cada perro su barrendero, y a cada dueño de perro su policía, y a cada policía su concejal, y... Bueno, ahí paro. Si por lo menos fueran agrupados (me refiero a los perros) en rehalas de a diez... Así ocurre en las grandes urbes, donde unos sufridos ciudadanos alquilan su tiempo para pasear perros ajenos, por grupos. Se ven en Londres, en París, y hasta en Buenos Aires, con la que tienen encima. Pero se conoce que Sevilla no ha alcanzado ese nivel, a pesar de lo creídos que estamos los sevillanos. O sea, que no. Que no hay manera de ahorrar en la contratación de recogedores de fisiología perruna en porciones caedizas bajo cola.

La empresa municipal de limpieza ha puesto en marcha una campaña para que cada ciudadano apechugue con la responsabilidad que le concierne. Que luego los guiris se fijan en todo y van por ahí dándole a la lengua, que por muy extranjera que sea no deja de ser lo que es. A lo que iba. En esa campaña se ve a un barrendero detrás de cada desaprensivo que va arrojando envoltorios, cascos vacíos y... eso, el final digestivo de nuestras mejores amistades en el reino animal. Son algo así como Barrenderos de la Guarda, que no desamparan ni de noche ni de día a esos distraídos ciudadanos, digámoslo así, que ya mismo es Navidad.

En fin, que no encuentro la salida para este artículo, porque la cosa tiene poca salida, salvo la suya tan natural. A no ser, a no ser, que lo mismo que se investiga para conseguir cerdos de seis patas, o pollos sin plumas, esos biólogos desaprensivos hagan algo bueno alguna vez: perros sin tripa, por ejemplo.

(Ahora revisen el artículo, a ver si he conseguido no escribir la palabra mierda... ¡mierda, ya la jodí!).

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