Columna

Estación espanto

Si una noche un viajero recién despertado llega a la estación de autobuses de Valencia y no conoce la ciudad, y menos aún el hangar que le aguarda, ni ha oído hablar de las costumbres policiales de la urbe, creerá que acaba de llegar a una oscura ciudad del tercer mundo y le resultará muy difícil concretar más. Recogido el equipaje, y a cada paso más aterrado y confuso, el viajero cavilará que el destino quiere incorporarle al siniestro ambiente de una prisión caucásica. O que transita algún manicomio situado en los confines de Manchuria. O que están coincidiendo, el viajero y la madrugada, en...

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Si una noche un viajero recién despertado llega a la estación de autobuses de Valencia y no conoce la ciudad, y menos aún el hangar que le aguarda, ni ha oído hablar de las costumbres policiales de la urbe, creerá que acaba de llegar a una oscura ciudad del tercer mundo y le resultará muy difícil concretar más. Recogido el equipaje, y a cada paso más aterrado y confuso, el viajero cavilará que el destino quiere incorporarle al siniestro ambiente de una prisión caucásica. O que transita algún manicomio situado en los confines de Manchuria. O que están coincidiendo, el viajero y la madrugada, en una ciudad sin ley del golfo de Guinea. También podrá imaginar que su viaje no sólo ha sido por el asfalto, sino también por el tiempo, y que acaba de poner sus pies en una estampa rediviva de la España Negra. Lo que no será capaz de explicarse el viajero es que termina de poner sus pies en la tercera capital de España, la más moderna y desenfadada cuentan, la mejor dotada de cristales y ciencias, de artes y cementos blancos, de diseños y catástrofes contables bordeando cada gran proyecto lúdico, vacío y, con todo, hermoso. La estación de autobuses de Valencia, de noche -y también de día- es un lugar muy peligroso. Abandonado a la mano del diablo. Se cuenta que hay vigilantes privados que tratan de mantener el orden en aquellos sombríos patios de operaciones, pero lo cierto es que en los aledaños y explanadas de tan lúgubre instalación la inseguridad se presiente, se palpa, se mastica, se ve y hasta se la encuentra uno en sus propias carnes a poco que baje la guardia -o aunque no la baje- en aquel patio de Monipodio. No hay dinero para seguridad. Ni del Estado, ni del municipio. No hay dinero para que el personal sienta la confortante presencia de un vehículo policial las veinticuatro horas del día en paraje tan conflictivo. Y alguna que otra patrulla por los escabrosos jardincillos que bordean la estación. Si un viajero inglés decimonónico dijo que entrar en España por determinada ciudad sureña era lo mismo que llegar a una casa por el retrete, arribar a Valencia por la estación de autobuses tiene el mismo sabor. De época.

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