Columna

En el metro

El hombre baja a la estación de metro de Avenida de América cuando empieza el día. En el vestíbulo de taquillas desliza el billete por el torno, toma las escaleras mecánicas y sigue el largo pasillo que desemboca en su andén. El hombre prefiere viajar entre la primera hora de la mañana y la segunda -la de los colegiales y oficinistas-, porque hay menos pasajeros y mayor posibilidad de sentarse. Y ya se sabe que cuando el usuario del transporte público consigue un trono se transforma en rey, que ve desfilar las estaciones que le separan de su destino como si le rindieran pleitesía.

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El hombre baja a la estación de metro de Avenida de América cuando empieza el día. En el vestíbulo de taquillas desliza el billete por el torno, toma las escaleras mecánicas y sigue el largo pasillo que desemboca en su andén. El hombre prefiere viajar entre la primera hora de la mañana y la segunda -la de los colegiales y oficinistas-, porque hay menos pasajeros y mayor posibilidad de sentarse. Y ya se sabe que cuando el usuario del transporte público consigue un trono se transforma en rey, que ve desfilar las estaciones que le separan de su destino como si le rindieran pleitesía.

En la niñez de este hombre, cuando se reservaban los asientos del metro a los caballeros mutilados -de la guerra, se supone-, los convoyes circulaban abarrotados de gente y con una lentitud de animal de carga, y en algún tramo de arquitectura subterránea, como el comprendido entre las estaciones de Serrano y Colón, zarandeaban sin piedad a los pasajeros. Esa impresión quizá influye en el deseo de este hombre de utilizar el metro en horas tranquilas, aunque hace más de medio siglo de aquellos recuerdos y hoy no se producen esas aglomeraciones que aprovechaban los carteristas y los rijosos, ni persiste el rigor contra el chaval que ocupaba el asiento reservado a los combatientes de la Cruzada y era levantado de malas maneras y con la amenaza de internarlo en un correccional católico para que aprendiera principios.

Nada de lo que contempla mientras avanza por los pasillos de la estación le evoca el metro de su infancia, marcado por la ocurrencia de que quienes salían de los vagones tenían preferencia de paso sobre los que entraban. El conductor iba acompañado en el convoy delantero por el vigilante de las puertas, que sólo se atrevía a cerrarlas después de haberse cerciorado -con la cabeza asomada al vacío- de que no pillaba a nadie. Se prohibía fumar y escupir en los trenes, intimidaba el azulejo ennegrecido de una estación como Tribunal, que parecía de ferrocarril minero, o la vía muerta de la estación de Retiro, paralela a la activa y separada por una tapia, que le daba un aire misterioso.

Cuando se contaban estas particularidades del transporte madrileño, algún oyente se refería al metro de Moscú como obra insuperable, modélica. El hombre que ha entrado en la estación de Avenida de América pudo soñar entonces con acudir a la capital de Rusia para deleitarse con esa maravilla, aunque se le está pasando la vida sin realizarlo y ya no espera conseguirlo, como si le bastara con la experiencia cosmopolita de hace cuarenta años, cuando desembarcaba en la estación de metro de Étoile, en París, olorosa a mantequilla y Dubonnet, tras haber atravesado como un pordiosero las entrañas de la opulencia.

En esas estaciones parisienses que cree recordar con escaparates iluminados, aparecía él con su peor traje -aunque no tenía mucho donde elegir-. Y cuando subía a esos vagones cuya excelencia le desorbita la memoria, dispuesto a un largo recorrido con transbordo hacia su pensión del extrarradio, intentaba pasar inadvertido entre esos franceses inmaculados y altivos que eran sus compañeros de travesía para no exhibir su desgracia de ser español de la dictadura de Franco y, por tanto, emigrante a la Ciudad de la Luz, donde trabajaba en la limpieza de unos grandes almacenes tres horas antes de que abrieran y otras tantas después del cierre.

En ese metro francés, este hombre era un bicho raro, y esa distinción revive en su memoria cuando en la estación de Avenida de América sube al vagón con dirección a Argüelles. Como le ocurría en Francia, pretende no destacar entre los usuarios del convoy. Pero en su gabardina blanca y en los zapatos de ante, en su peluquería y afeitado, y en sus ojos, en fin, elegantemente cubiertos por unas bifocales, nota la curiosidad de quienes lo contemplaban en el metro parisiense. Allí le miraban los franceses porque era exótico, y aquí, por ser el único europeo entre africanos, suramericanos y algún coreano o japonés que utilizan, como él, el transporte madrileño.

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Este hombre llega a su destino y, cuando sale a superficie, la señal de la diferencia le estimula y alegra su paso por la calle de Alberto Aguilera. Ya no es tan joven como cuando trabajaba en París, pero el metro le proporciona la idea, por comparación, de privilegiado.

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