Crítica:

El haz y el envés de lo real

Viviendo de espaldas al mundillo artístico, no tanto por despecho como por preservar la concentración, cada exposición individual de Adolfo Schlosser es un acontecimiento emocionante. En efecto, cada periódico encuentro con su obra constituye un estímulo sorprendente porque apenas si hay cambios radicales en la escultura de este austriaco trotamundos.

Schlosser ciertamente no "cambia", pero sí "profundiza", lo que abre un camino de insospechada intensidad, que ahora aplica a su particular obsesión porque la escultura no hurte el envés de la realidad. Fascinado por la piel de lo real, ya...

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Viviendo de espaldas al mundillo artístico, no tanto por despecho como por preservar la concentración, cada exposición individual de Adolfo Schlosser es un acontecimiento emocionante. En efecto, cada periódico encuentro con su obra constituye un estímulo sorprendente porque apenas si hay cambios radicales en la escultura de este austriaco trotamundos.

Schlosser ciertamente no "cambia", pero sí "profundiza", lo que abre un camino de insospechada intensidad, que ahora aplica a su particular obsesión porque la escultura no hurte el envés de la realidad. Fascinado por la piel de lo real, ya sea la textura de cualquier materia orgánica o mineral, pero también una simple imagen, y, claro, lo que todo ello simboliza, Schlosser intenta asimismo atravesar la superficie sin desnaturalizarla. Desde esta perspectiva, la muestra actual es un prodigio, ya sea con la "reconstrucción" horizontal de todas las caras fotográficas de un paisaje desde un ideal centro anamórfico, un logro en el que ahora incide con mayor eficacia sintética, pero que además fuerza, insertando este collage, cuando la ocasión lo requiere, en los momentos crepusculares, dentro de una espiral, la figura que da el haz y el envés de las cosas, ya sea con sus bosques de algas, donde las plantas acuáticas se transforman en árboles, elevando-hincando sus ramas en el cielo, pero también atravesando el juego especular horizontal con un punto de fuga vertical; ya sea mostrando los estados de contigüidad de la materia, cuya metamorfosis detiene en la transición de lo vegetal a lo mineral; ya sea, en fin, en la manera que nos señala cómo el mundo -la Tierra- es un conjunto de huellas de las fuerzas que lo configuran, el aire, el fuego, el agua. En cierta manera, Schlosser se nos revela como un escrutador de lo que (nos) pasa sin que nos percatemos, porque nos falta la perspectiva cósmica necesaria, la fuerza temporal de concentración. Hay muchas más intuiciones poéticas en esta obra última de Adolfo Schlosser, de intensa mirada alentadora en pos del misterio de la extensión, pero apenas si puedo aquí ofrecer el testimonio de mi admiración por este rapsoda, que no deja de enseñarnos los cuatro puntos cardinales, el eje vertical infinito de nuestra memoria y, sobre todo, la palpitante confluencia del haz y el envés de lo real. Debería decir que lo que hace Schlosser es "arte" y, sin duda, lo es, pero hay un momento de plenitud en el que el arte se nos presenta como algo más que simple arte y es precisamente lo que a éste le permite sobrevivir incluso hoy.

ADOLFO SCHLOSSER

GALERÍA ELVIRA GONZÁLEZ GENERAL CASTAÑOS, 3. MADRID Hasta el 12 de enero de 2003

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Viviendo de espaldas al mundillo artístico, no tanto por despecho como por preservar la concentración, cada exposición individual de Adolfo Schlosser es un acontecimiento emocionante. En efecto, cada periódico encuentro con su obra constituye un estímulo sorprendente porque apenas si hay cambios radicales en la escultura de este austriaco trotamundos.

Schlosser ciertamente no "cambia", pero sí "profundiza", lo que abre un camino de insospechada intensidad, que ahora aplica a su particular obsesión porque la escultura no hurte el envés de la realidad. Fascinado por la piel de lo real, ya sea la textura de cualquier materia orgánica o mineral, pero también una simple imagen, y, claro, lo que todo ello simboliza, Schlosser intenta asimismo atravesar la superficie sin desnaturalizarla. Desde esta perspectiva, la muestra actual es un prodigio, ya sea con la "reconstrucción" horizontal de todas las caras fotográficas de un paisaje desde un ideal centro anamórfico, un logro en el que ahora incide con mayor eficacia sintética, pero que además fuerza, insertando este collage, cuando la ocasión lo requiere, en los momentos crepusculares, dentro de una espiral, la figura que da el haz y el envés de las cosas, ya sea con sus bosques de algas, donde las plantas acuáticas se transforman en árboles, elevando-hincando sus ramas en el cielo, pero también atravesando el juego especular horizontal con un punto de fuga vertical; ya sea mostrando los estados de contigüidad de la materia, cuya metamorfosis detiene en la transición de lo vegetal a lo mineral; ya sea, en fin, en la manera que nos señala cómo el mundo -la Tierra- es un conjunto de huellas de las fuerzas que lo configuran, el aire, el fuego, el agua. En cierta manera, Schlosser se nos revela como un escrutador de lo que (nos) pasa sin que nos percatemos, porque nos falta la perspectiva cósmica necesaria, la fuerza temporal de concentración. Hay muchas más intuiciones poéticas en esta obra última de Adolfo Schlosser, de intensa mirada alentadora en pos del misterio de la extensión, pero apenas si puedo aquí ofrecer el testimonio de mi admiración por este rapsoda, que no deja de enseñarnos los cuatro puntos cardinales, el eje vertical infinito de nuestra memoria y, sobre todo, la palpitante confluencia del haz y el envés de lo real. Debería decir que lo que hace Schlosser es "arte" y, sin duda, lo es, pero hay un momento de plenitud en el que el arte se nos presenta como algo más que simple arte y es precisamente lo que a éste le permite sobrevivir incluso hoy.

Viviendo de espaldas al mundillo artístico, no tanto por despecho como por preservar la concentración, cada exposición individual de Adolfo Schlosser es un acontecimiento emocionante. En efecto, cada periódico encuentro con su obra constituye un estímulo sorprendente porque apenas si hay cambios radicales en la escultura de este austriaco trotamundos.

Schlosser ciertamente no "cambia", pero sí "profundiza", lo que abre un camino de insospechada intensidad, que ahora aplica a su particular obsesión porque la escultura no hurte el envés de la realidad. Fascinado por la piel de lo real, ya sea la textura de cualquier materia orgánica o mineral, pero también una simple imagen, y, claro, lo que todo ello simboliza, Schlosser intenta asimismo atravesar la superficie sin desnaturalizarla. Desde esta perspectiva, la muestra actual es un prodigio, ya sea con la "reconstrucción" horizontal de todas las caras fotográficas de un paisaje desde un ideal centro anamórfico, un logro en el que ahora incide con mayor eficacia sintética, pero que además fuerza, insertando este collage, cuando la ocasión lo requiere, en los momentos crepusculares, dentro de una espiral, la figura que da el haz y el envés de las cosas, ya sea con sus bosques de algas, donde las plantas acuáticas se transforman en árboles, elevando-hincando sus ramas en el cielo, pero también atravesando el juego especular horizontal con un punto de fuga vertical; ya sea mostrando los estados de contigüidad de la materia, cuya metamorfosis detiene en la transición de lo vegetal a lo mineral; ya sea, en fin, en la manera que nos señala cómo el mundo -la Tierra- es un conjunto de huellas de las fuerzas que lo configuran, el aire, el fuego, el agua. En cierta manera, Schlosser se nos revela como un escrutador de lo que (nos) pasa sin que nos percatemos, porque nos falta la perspectiva cósmica necesaria, la fuerza temporal de concentración. Hay muchas más intuiciones poéticas en esta obra última de Adolfo Schlosser, de intensa mirada alentadora en pos del misterio de la extensión, pero apenas si puedo aquí ofrecer el testimonio de mi admiración por este rapsoda, que no deja de enseñarnos los cuatro puntos cardinales, el eje vertical infinito de nuestra memoria y, sobre todo, la palpitante confluencia del haz y el envés de lo real. Debería decir que lo que hace Schlosser es "arte" y, sin duda, lo es, pero hay un momento de plenitud en el que el arte se nos presenta como algo más que simple arte y es precisamente lo que a éste le permite sobrevivir incluso hoy.

Viviendo de espaldas al mundillo artístico, no tanto por despecho como por preservar la concentración, cada exposición individual de Adolfo Schlosser es un acontecimiento emocionante. En efecto, cada periódico encuentro con su obra constituye un estímulo sorprendente porque apenas si hay cambios radicales en la escultura de este austriaco trotamundos.

Schlosser ciertamente no "cambia", pero sí "profundiza", lo que abre un camino de insospechada intensidad, que ahora aplica a su particular obsesión porque la escultura no hurte el envés de la realidad. Fascinado por la piel de lo real, ya sea la textura de cualquier materia orgánica o mineral, pero también una simple imagen, y, claro, lo que todo ello simboliza, Schlosser intenta asimismo atravesar la superficie sin desnaturalizarla. Desde esta perspectiva, la muestra actual es un prodigio, ya sea con la "reconstrucción" horizontal de todas las caras fotográficas de un paisaje desde un ideal centro anamórfico, un logro en el que ahora incide con mayor eficacia sintética, pero que además fuerza, insertando este collage, cuando la ocasión lo requiere, en los momentos crepusculares, dentro de una espiral, la figura que da el haz y el envés de las cosas, ya sea con sus bosques de algas, donde las plantas acuáticas se transforman en árboles, elevando-hincando sus ramas en el cielo, pero también atravesando el juego especular horizontal con un punto de fuga vertical; ya sea mostrando los estados de contigüidad de la materia, cuya metamorfosis detiene en la transición de lo vegetal a lo mineral; ya sea, en fin, en la manera que nos señala cómo el mundo -la Tierra- es un conjunto de huellas de las fuerzas que lo configuran, el aire, el fuego, el agua. En cierta manera, Schlosser se nos revela como un escrutador de lo que (nos) pasa sin que nos percatemos, porque nos falta la perspectiva cósmica necesaria, la fuerza temporal de concentración. Hay muchas más intuiciones poéticas en esta obra última de Adolfo Schlosser, de intensa mirada alentadora en pos del misterio de la extensión, pero apenas si puedo aquí ofrecer el testimonio de mi admiración por este rapsoda, que no deja de enseñarnos los cuatro puntos cardinales, el eje vertical infinito de nuestra memoria y, sobre todo, la palpitante confluencia del haz y el envés de lo real. Debería decir que lo que hace Schlosser es "arte" y, sin duda, lo es, pero hay un momento de plenitud en el que el arte se nos presenta como algo más que simple arte y es precisamente lo que a éste le permite sobrevivir incluso hoy.

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