Editorial:

Un dragón más joven, pero anquilosado

El XVI Congreso del Partido Comunista Chino alcanzará hoy su clímax cuando se alineen, conforme a un orden ritual de jerarquía descifrable sólo por los iniciados, los siete miembros del comité permanente del Politburó. Este comité, elegido teóricamente por el Comité Central del partido, es la instancia donde reside el poder real del país más poblado del mundo y se encargará de designar al vicepresidente Hu Jintao como próximo secretario general y jefe del Estado. Culminará así la mayor limpieza política de las últimas décadas en el gigante asiático y el primer relevo ordenado del poder desde e...

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El XVI Congreso del Partido Comunista Chino alcanzará hoy su clímax cuando se alineen, conforme a un orden ritual de jerarquía descifrable sólo por los iniciados, los siete miembros del comité permanente del Politburó. Este comité, elegido teóricamente por el Comité Central del partido, es la instancia donde reside el poder real del país más poblado del mundo y se encargará de designar al vicepresidente Hu Jintao como próximo secretario general y jefe del Estado. Culminará así la mayor limpieza política de las últimas décadas en el gigante asiático y el primer relevo ordenado del poder desde el triunfo comunista en 1949. Las transiciones previas han estado marcadas por purgas, conspiraciones o baños de sangre, como el que llevó a la cúspide, después de Tiananmen, a Jiang Zemin, el hombre que ha cedido el testigo en loor de multitudes a la cuarta generación de dirigentes.

Pero el cambio producido en el Congreso, el acontecimiento por antonomasia de la política china y cuyas bambalinas siguen siendo soviéticas en sus procedimientos, es más aparente y numérico que real. En la rigurosamente antidemocrática China, lo relevante se decide en prolongados conciliábulos de una élite añosa que se coopta a sí misma. Jiang Zemin, tras trece años al timón, deja su sucesión bien atada. No sólo se reservará, muy probablemente, como hiciera su antecesor Deng Xiao Ping, la jefatura de las Fuerzas Armadas, un poder de dos millones y medio de hombres, sino que entre los siete de la fama, o quizá nueve, aquellos que junto con el nuevo líder y presidente Hu Jintao adoptarán las decisiones trascendentales, tendrá a un buen número de sus acólitos. De hecho, y mientras el nuevo secretario general y jefe del Estado vaya construyendo su base política, será Jiang Zemin quien desde la sombra controle los resortes fundamentales del poder, algo ya ensayado por Deng Xiaoping.

Esta lenta transición china es una cuestión generacional, no de principios. Pekín tiene claro que debe afrontar sus formidables retos con gente más joven, algo que no sólo está explícito en la designación de Hu Jintao, de 59 años, como jefe supremo tras diez años en la pista de despegue, sino también en los relevos anunciados en la cúpula castrense. Todos los generales mayores de 70 años dejan el Comité Central del partido para ser reemplazados por hombres más curtidos en los aspectos tecnológicos de la guerra moderna y familiarizados con Occidente; y presumiblemente capaces de institucionalizar los ahora inexistentes lazos entre civiles y militares.

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El mayor acontecimiento del XVI Congreso ha sido el cambio en las normas del languideciente partido único para dar cabida en él a los hasta hace poco excluidos como explotadores capitalistas. Jiang Zemin rechazó, ya en la apertura del cónclave, la semana pasada, cualquier posibilidad de que en China se implante el multipartidismo, lo que acentúa la incongruencia de un sistema que mantiene a 1.300 millones de personas inmersas en un proceso explosivo de cambio social y económico, pero sometidas a la vez a la dictadura de una élite que se perpetúa esgrimiendo como evangelio un dogma caduco. El PCCh, sideralmente distanciado del pueblo en virtud de su opacidad consustancial, necesita con urgencia sangre nueva para seguir llevando el timón de un país desmesurado y sometido a enormes fuerzas centrífugas, un crisol donde se multiplican los agravios entre las grandes ciudades y el campo, donde dos tercios de la población subsisten con la tercera parte de la renta media.

El abrazo fraternal del comunismo chino al capitalismo o 'las fuerzas productivas avanzadas', en palabras de Jiang, una de las patas del trípode condensado en su metafórica teoría de las Tres Representaciones, forma parte en cualquier caso de un proyecto irreversible de modernización. Pero en la China del siglo XXI, que ha optado hace tiempo por un compromiso con el mundo exterior y por una plaza en los engranajes económicos, políticos y militares que definen a las grandes potencias, es un anacronismo insoportable la concentración absoluta del poder en un puñado de personas al margen de cualquier elección democrática.

Pekín ha entrado con un sistema político esclerotizado en una fase crítica de sus reformas económicas, en la que el gran desafío va más allá de combatir la corrupción o mantener el orden social en un entorno cada vez menos dócil y más inestable. El partido único, si no quiere propiciar un desplome a la soviética, debe ser capaz de hacer pasillo a un marco político nuevo y plural, capaz de acomodar un proyecto en el que la mayoría de los ciudadanos chinos se sientan por primera vez representados.

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