Crítica:

Una opereta con oligarquía limeña

Parece que el escándalo favorito de la buena sociedad limeña consiste en un adolescente al mismo tiempo cándido y fogoso caído en brazos de una bella señora que podría ser su madre: desenfreno en el que arriesga el destino al que sus dotes y sus apellidos lo encaminan. Algo así le pasaba a Varguitas, el alucinado estudiante de Derecho de La tía Julia y el escribidor, y una pasión semejante arrastraba a Alfonsito en otro libro de Vargas Llosa, Elogio de la madrastra, una novela de género (erótico). Y le sucede también al despistado y beato Carlitos Alegre di Lucca, que en ...

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Parece que el escándalo favorito de la buena sociedad limeña consiste en un adolescente al mismo tiempo cándido y fogoso caído en brazos de una bella señora que podría ser su madre: desenfreno en el que arriesga el destino al que sus dotes y sus apellidos lo encaminan. Algo así le pasaba a Varguitas, el alucinado estudiante de Derecho de La tía Julia y el escribidor, y una pasión semejante arrastraba a Alfonsito en otro libro de Vargas Llosa, Elogio de la madrastra, una novela de género (erótico). Y le sucede también al despistado y beato Carlitos Alegre di Lucca, que en El huerto de mi amada cumple 18 años e ingresa en la Facultad de Medicina, siguiendo los pasos de su padre y su abuelo, dos dermatólogos eminentes. A ritmo de bolero se enamora de la bellísima Natalia Larrea y se va a vivir con ella a su 'huerto', un cortijo con criados italianos, chófer rubio en coche importado y piscina privada. Entonces no sólo Carlitos, sino toda la novela cae en el 'efecto Siboney', en esa cadencia de larga canción que todo lo impregna y cuya melodía hipnótica cautiva la narración en un movimiento circular, que repasa una y otra vez los mismos asuntos.

EL HUERTO DE MI AMADA

Alfredo Bryce Echenique Planeta. Barcelona, 2002 286 páginas. 19 euros

¿Qué más sucede en El huerto de mi amada? Que Natalia se va un par de veces a Europa y Carlitos la espera con ansiedad; perseguido por los gemelos Céspedes, osados escaladores sociales que buscan con ahínco un par de jóvenes herederas para cazarlas, como una superposición paródica de los Infantes de Carrión con Rosencrantz y Guildenstern (los falsos amigos de Hamlet, lo que convierte a Carlitos en una curiosa versión del príncipe melancólico) y con Gogo y Didi (los payasos que esperan a Godot en la célebre farsa de Beckett). Que se muere la abuela de Carlitos; que los enamorados, perseguidos por los recelos de toda Lima, preparan su huida a París. Poca cosa más; no demasiado para un libro de 300 páginas.

En esa delgadez del asunto

radica precisamente la apuesta de esta novela; dado que en sus últimos libros Bryce Echenique regresa a la historia del niño limeño, la que contó en su primera novela -Un mundo para Julius (1970), el argumento se da en buena medida por sobreentendido para dejar en primer plano a esa rara, poderosa voz del narrador que constituye el verdadero motor de sus ficciones. Un narrador transversal, torrencial, menos omnisciente que ubicuo, capaz de superponer varias voces en una misma frase o de hacer fundidos a negro. Un narrador que vira toda la tesitura del relato hacia una ópera bufa, ya no una voz sino un coro majestuoso que sólo permite la irrupción de los diálogos como arias en falsete, en las que los personajes hacen caricatura de su propia máscara.

El mezquino microcosmos de la oligarquía peruana, que defiende sus blasones frente a los arribistas inescrupulosos, es sometido por ese narrador musical y corrosivo a una completa carnavalización, que alcanza hasta los mismos resortes de su representación novelesca. Como si en ese viaje de regreso a su mundo de origen el autor necesitara poner una distancia ya no de ironía, sino de cómico patetismo, de parodia exacerbada por el sentimentalismo de bolero. 'Yo siempre pensando así, como musical, letras de canciones de ayer y de siempre, música de fondo, verán ustedes', escribía al principio de La última mudanza de Felipe Carrillo (1995): y ustedes seguirán viendo aquí cómo esas canciones se mezclan con retazos de la alta tradición literaria, en un cortocircuito asociativo que recuerda al Cabrera Infante de La Habana para un infante difunto, pero que aquí es más radical, y acaso menos hilarante. Y, en el vértice de ese cruce entre lo popular y lo sublime, hay que mencionar a Manuel Puig, cuya influencia Bryce declaró de forma explícita.

Aparece en las últimas novelas de Bryce Echenique una actitud melancólica acerca de las posibilidades de contar historias, que es también una exaltación del trabajo formal: como si todos los argumentos hubieran sido ya contados -sobre todo la propia historia- y se pudiera eludir el argumento para mostrar su oculto armazón: el carnaval de voces en falsete y los bruscos décalages de un narrador omnívoro; la ontología de la frase hecha y del chisme malicioso, que constituyen el común denominador de todo sistema burgués de inclusiones y exclusiones; una memoria cautiva de las citas literarias que se repiten con el carácter irreflexivo de las melodías pegadizas. Un libro de Bryce es, entonces, un objeto extraño, para quienes crean que el humor es algo mucho más inteligente y poderoso que las morisquetas al uso.

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