Columna

Siboney

Se cumple un siglo de la muerte de Jacinto Verdaguer, que no sólo fue proclamado poeta nacional de Cataluña, sino que además gozó en vida, para ser sacerdote y poeta, de una popularidad extraordinaria y transversal. Tanto, que el día de su entierro lloraron no pocos anarquistas en la Rambla, de camino al cementerio de Montjuïc. Y ahora hasta los anticlericales le tributan homenajes y simposios en Valencia, ciudad con la que mantuvo algún vínculo. En mi cerebro su nombre va anudado al periodismo, y no porque su libro En defensa pròpia contenga la mejor prosa del periodismo catalán modern...

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Se cumple un siglo de la muerte de Jacinto Verdaguer, que no sólo fue proclamado poeta nacional de Cataluña, sino que además gozó en vida, para ser sacerdote y poeta, de una popularidad extraordinaria y transversal. Tanto, que el día de su entierro lloraron no pocos anarquistas en la Rambla, de camino al cementerio de Montjuïc. Y ahora hasta los anticlericales le tributan homenajes y simposios en Valencia, ciudad con la que mantuvo algún vínculo. En mi cerebro su nombre va anudado al periodismo, y no porque su libro En defensa pròpia contenga la mejor prosa del periodismo catalán moderno, sino porque mi prueba de fuego en este oficio consistió en un reportaje sobre la relación que habían mantenido mosén Cinto y el patriarca de las letras valencianas, Teodoro Llorente, bajo el pretexto de alguna efemérides. Entonces visité al biznieto de Llorente, que también se llamaba como él, y me enseñó la cruz que Verdaguer había tallado con sus propias manos de una rama del huerto de los olivos, en plena gestación de su crisis espiritual en Tierra Santa, para regalársela a su bisabuelo. También me mostró varias cartas que cruzaron y algunos libros dedicados. Pero toda la atmósfera solemne se me rompió cuando abrió un cajón y sacó la partitura de la canción Siboney, del cubano Ernesto Lecuona, que Llorente guardaba como algo muy esencial. No podía imaginarme aquel rostro ancho y barbudo pintado por Sorolla cantando Siboney, como si fuera uno de Los Panchos. A partir de ahí empezó a obsesionarme que Llorente y Verdaguer hubiesen podido llegar a compartir el entusiasmo por esta melodía. Que Verdaguer, antes de convertirse en el limosnero del marqués de Comillas, la hubiese conseguido en uno de sus frecuentes viajes a Cuba como capellán del vapor de la Compañía Trasatlántica. Que fuese éste el nexo sublime de su relación. Por lo visto, ésa y otras herejías distorsionaban el objeto del trabajo que me habían encargado, y la prueba es que cuando el director lo leyó, aulló que aquélla no era una publicación satírica y me lo tiró a la cara. Sin embargo yo continué en este negocio, a menudo silbando Siboney, y a él lo echaron para siempre.

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