Columna

En gallumbos

El 18% de los ciudadanos madrileños automovilizados secundó el Día Mundial sin Coches. Bien sumado, el 18% es muy poco: en lugar de cien coches, salieron a la calle 82. Madrid se asfixia. No es bueno vivir así. Los coches nos aprietan, nos ahogan, nos obligan a caminar como extranjeros perdidos en nuestra propia casa, cohibidos por su presencia impositiva. Los coches ocupan nuestro espacio, nos ensordecen con su gruñido de urbanitas exasperados, nos contaminan el ánimo y la respiración, taponan nuestro paisaje. Por fortuna, tienen poco futuro en la ciudad.

Si no ponemos remedio a tiempo...

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El 18% de los ciudadanos madrileños automovilizados secundó el Día Mundial sin Coches. Bien sumado, el 18% es muy poco: en lugar de cien coches, salieron a la calle 82. Madrid se asfixia. No es bueno vivir así. Los coches nos aprietan, nos ahogan, nos obligan a caminar como extranjeros perdidos en nuestra propia casa, cohibidos por su presencia impositiva. Los coches ocupan nuestro espacio, nos ensordecen con su gruñido de urbanitas exasperados, nos contaminan el ánimo y la respiración, taponan nuestro paisaje. Por fortuna, tienen poco futuro en la ciudad.

Si no ponemos remedio a tiempo y recuperamos la calle para los pies y para los pulmones, un día no muy lejano habrá que tomar medidas de emergencia, radicales y de obligatorio cumplimiento. Mucha gente protestará entonces, porque no sabrá caminar ni conducirse por su hábitat sin esa extensión de su persona. No sabrán pasear ni coger el metro, no podrán subir a un autobús sin sentirse disminuidos. Pero reconocerán una ciudad distinta, un trazado vital lleno de detalles inesperados y de sorpresas que ya estaban. Verán el vértice sugerente de las esquinas, seguirán una perspectiva limpia que parte de sus ojos y se aleja recorriendo una línea sin obstáculos. Oirán el sonido de las casas y la voz de quienes les rodean. Podrán caminar por el centro sin el ceño fruncido. Reencontrarán a las personas con las que se cruzan, recordarán sus movimientos, el ritmo natural de su cuerpo, el deje apresurado o indolente de su paso. Todos los candidatos a la alcaldía de Madrid tendrían que contemplar en sus programas medidas urgentes contra el tráfico. Los madrileños deberíamos pedírselo, exigírselo. Se lo suplicamos. Si no, seguiremos enfermando y nos iremos yendo. En pocos años, Madrid será una ciudad invivible, un paisaje de humo envenenado que nos obligará al martirio cotidiano o al éxodo. Si el 82% de los madrileños no son conscientes de la gravedad de esta situación o no se dan por aludidos, la autoridad (que es para lo que está) tiene que intervenir y educar a su gente. Educar incluye el dictado. Dicten normas contra este abuso del suelo y del aire. Sin dictado no se aprende a escribir, o se aprende con faltas.

Nuestras calles son ese gran cuaderno sin ortografía cuya escritura ya no avanza con una caligrafía humana. Su aspecto actual es el de un gran folio cargado de borrones de alquitrán. Dicten el discurso de un lenguaje que ordene nuestros pasos, nuestras ideas, que nos permita pensar y escuchar al pensamiento. No queremos este cuaderno sucio sobre el que no podemos concentrarnos en la lectura de nuestras vidas.

Dicen que los estudiantes españoles tienen uno de los rendimientos más bajos de entre sus compañeros europeos, sobre todo en matemáticas y en lengua. Les falta dictado. Les falta entender que, de 100, 18 es muy poco. Seguramente por esta deficiencia en el cálculo sacan después el coche 82 adultos alienados de la conciencia de su tiempo.

Seguramente por esa deficiencia en el conocimiento de su sistema de comunicación esencial son incapaces después de comprender la sintaxis de una calle. Seguramente por esa deficiencia general en su proceso de crecimiento y en su formación para la vida comunitaria (que, entre otras cosas, incluye, por supuesto, las matemáticas y la lengua), llega después la noche de un sábado y se montan siete en un coche tras haberse puesto ciegos de alcohol en cualquier garito al que no afecta la ley antibotellón y se acercan a la plaza de Cibeles y (como no han aprendido ecuaciones, sino la numeración de las camisetas del Real Madrid) se encaraman a la diosa de piedra y (como no han estudiado morfología) se quitan los pantalones y se quedan en gallumbos (que es una palabra horrible que jamás pensé que llegaría a utilizar y que ahora, gracias a las bondades de la semántica, me viene al pelo de esta situación horrible).

Y rompen la estatua de la Cibeles. Y se llevan su mano, presumiblemente entre risotadas machotas, y se suben en el coche de nuevo y arrancan desvestidos y orgullosos de ser tan brutos y no saber hacer la o con un canuto de los que no son de fumar. Es inútil imaginarlo, pero sin coche les hubiera resultado más difícil huir.

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