Columna

Quién

La primera vez que estuve en París quise saldar una deuda y corrí a venerar la tumba de Julio Cortázar al cementerio de Montparnasse. Ahora, el portero entrega a los turistas de la muerte un hermoso plano plastificado en donde pueden localizarse las tumbas sin demasiado esfuerzo, pero entonces, en mi primera visita, tuve que deducir el emplazamiento del cadáver a partir de un complicado dibujo lleno de cifras y asteriscos que habían pegado con celofán a la ventana de la portería. Estuve vagando entre los mármoles más de una hora, como un vampiro, sin encontrar el apellido que me había conducid...

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La primera vez que estuve en París quise saldar una deuda y corrí a venerar la tumba de Julio Cortázar al cementerio de Montparnasse. Ahora, el portero entrega a los turistas de la muerte un hermoso plano plastificado en donde pueden localizarse las tumbas sin demasiado esfuerzo, pero entonces, en mi primera visita, tuve que deducir el emplazamiento del cadáver a partir de un complicado dibujo lleno de cifras y asteriscos que habían pegado con celofán a la ventana de la portería. Estuve vagando entre los mármoles más de una hora, como un vampiro, sin encontrar el apellido que me había conducido hasta allí. Por último, me detuve frente a una losa desnuda y decidí que era la que buscaba; el dibujo de la portería no me desmintió. Durante un rato, murmuré agradecimientos y promesas a la piedra junto a la que me agachaba, la palpé devotamente, le dejé un cigarrillo. A día de hoy no sé con quién estuve manteniendo aquella conversación muda ni a quién le agradecí tantas páginas: me bastó con regresar a casa para que un amigo me preguntara con candor qué me había parecido la linda nubecita sonriente que la tumba de Cortázar tenía esculpida encima de la losa.

En Sevilla, en una esquina de la catedral, cuatro pesados colosos de bronce sostienen un sarcófago en el que desde pequeños se nos ha dicho que se atesoran los restos de Cristóbal Colón. Los turistas se arraciman frente al monumento, lo rozan con los dedos con la misma mezcla de fascinación y temor con que yo traté de aproximarme a Cortázar, se hacen fotos junto al recuerdo de aquel gran hombre que no respetaba los mapas. Ahora, al parecer, existe la posibilidad de que un grupo irreverente de científicos remueva dos docenas de huesos y demuestre que Colón está más lejos, al otro lado de un océano que no podemos cruzar. Y yo me pregunto a quién adoran los turistas, de quién se admiran los niños cuando sus padres les señalan las estatuas de bronce; quién escuchó mis confesiones de aquel día de invierno en un cementerio de París, aquellas palabras que iban dirigidas a un solo fantasma y que sólo él podía comprender, compartir tal vez.

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