Tribuna:

Los otros, los bárbaros

En El choque de las civilizaciones, Huntington anticipaba que las guerras del futuro vendrían motivadas por conflictos entre civilizaciones, y no por cuestiones ideológicas o económicas. El gravísimo atentado contra las Torres Gemelas del 11-S popularizó ese temor, disparando las susceptibilidades occidentales contra los países musulmanes. Con la amenaza comunista enterrada, el nuevo Satán sería el islam, que, según muchos, quiere destruir nuestra civilización. Cada día surgen fogosos defensores de nuestros valores, supuestamente amenazados; Occidente significaría democracia, avance tec...

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En El choque de las civilizaciones, Huntington anticipaba que las guerras del futuro vendrían motivadas por conflictos entre civilizaciones, y no por cuestiones ideológicas o económicas. El gravísimo atentado contra las Torres Gemelas del 11-S popularizó ese temor, disparando las susceptibilidades occidentales contra los países musulmanes. Con la amenaza comunista enterrada, el nuevo Satán sería el islam, que, según muchos, quiere destruir nuestra civilización. Cada día surgen fogosos defensores de nuestros valores, supuestamente amenazados; Occidente significaría democracia, avance tecnológico, derechos de las mujeres y cultura, mientras que el islam sólo implicaría atraso medieval, desprecio para las mujeres, crueldad y fanatismo. Cualquier musulmán sería un potencial terrorista internacional. Destacados pensadores europeos y norteamericanos insisten en la idea de que la comunidad musulmana es inadaptable e incompatible con las libertades, el Estado laico y la libertad.

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Estaríamos ante un nuevo episodio de la eterna confrontación de los otros, los bárbaros, frente a nosotros, los civilizados. Como siempre, enfrentaríamos sus maldades contra nuestras bondades. ¡Esos bárbaros, que no se dejan civilizar!

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La Europa del siglo XIX, con un fuerte crecimiento demográfico y su superioridad tecnológica, conquistó militarmente vastos imperios coloniales. Sus ciudadanos no tuvieron sentimientos de culpa por el dolor y la muerte causados a los pueblos colonizados; por el contrario, creían que extendían así la civilización. Los intelectuales insistían en que la raza y la civilización europeas eran superiores al resto. Las ideas darwinianas -sólo los mejor dotados pueden sobrevivir en el proceso de selección natural- sirvieron de excusa científica para justificar las terribles matanzas perpetradas contra las poblaciones indígenas, razas inferiores y salvajes, desahuciadas por la selección natural. Su desaparición sería necesaria para el avance de la civilización.

Sven Lindqvist, en su obra Exterminad a todos los brutos, frase pronunciada por el protagonista de la novela de Conrad El corazón de las tinieblas, recoge multitud de testimonios de pensadores europeos de la época. Por ejemplo, el filósofo Herbert Spencer alababa en Social statics (1850) la tarea del imperialismo al eliminar razas inferiores de la Tierra: 'Las fuerzas que trabajan por el resultado feliz del gran proyecto no deben considerar los sufrimientos de menor importancia. Deben exterminar a esos sectores de la humanidad que estorban en su camino... Seres humanos o brutos, los obstáculos deben eliminarse'. El filósofo alemán Eduard von Hartmann escribió en el segundo tomo de su obra Philosophy of the unconscious (1884): 'Cuando hay que cortar la cola de un perro no se le hace ningún favor cortándosela trozo a trozo. Es igulamente poco humano tratar de prolongar su agonía mediante medios artificiosos a pueblos salvajes que están al borde de su desaparición'. Al parecer, el buen amigo de la humanidad no podía hacer otra cosa que acelerar la desaparición de los pueblos salvajes, inadaptables a la civilización.

En la Europa del XIX no se dudaba ni de la superioridad de la raza europea ni de nuestra civilización. Darwin escribía a Lyell en 1859: 'Las razas de inferior intelecto están condenadas al exterminio'. En El origen del hombre (1871) afirmaba que los gorilas y los hombres salvajes eran las especies intermedias entre los monos y los hombres blancos. Después apostillaba: 'En un futuro, las razas civilizadas... van a exterminar y reemplazar a las razas salvajes'. El antropólogo J. C. Prichard creía que las razas salvajes no podrían ser salvadas, como tributo a cobrar por la civilización.

El racismo se oficializa con la obra de Robert Knox The races of man. A fragment (1850). Ante la evidencia histórica de la superioridad intelectual de los blancos frente a los negros, siempre esclavos de los primeros, Knox se preguntaba: '¿Pueden ser civilizadas las razas oscuras? ¡Absolutamente no!', se respondía. En 1863, los discípulos de Knox crearon The Anthropological Society. Una de sus personalidades más destacadas, Richard Lee, afirmaba: 'A causa de su superioridad moral e intelectual, la raza anglosajona va barriendo del mapa a las poblaciones inferiores. Es la luz que devora a la oscuridad'.

La Europa del siglo XXI tiene miedo y comienza, de nuevo, a hablar de civilización. Ya no quiere colonizar otras tierras, ni es tampoco la región más poblada. Por el contrario, su baja natalidad la ha convertido en un continente envejecido y de crecimiento negativo que precisa de la llegada de inmigrantes. Ahora está rodeada de países pobres densamente poblados. En nuestro imaginario colectivo se está fraguando el temor a ser invadidos. Nuestra civilización estaría en peligro frente a los otros, los bárbaros, el islam. Nuestros sabios nos lo repiten hasta la saciedad: nuestra civilización es superior. De hecho, afirman, es la única civilización realmente civilizada.

La periodista Oriana Fallaci ha editado, tras los atentados del 11-S, el libro La rabia y el orgullo, donde desprecia la cultura musulmana en su conjunto: 'Me molesta incluso hablar de las dos culturas -nos dice-. Porque detrás de nuestra civilización está Homero..., etc.: detrás de la otra cultura, la de los barbudos con sotana, ¿qué hay?'. Fallaci considera a los inmigrantes de los países musulmanes en Europa como una avanzadilla preparatoria de la invasión, lo que llama la Cruzada al revés. Serían la cabeza de puente para destruir Europa, sus valores y monumentos. 'Razonar con ellos, impensable. Tratarlos con indulgencia o tolerancia o esperanza, un suicidio. Y cualquiera que piense lo contrario es un pobre tonto'.

El propio Huntington consideraba la democracia como un producto de la civilización occidental, muy difícil de trasplantar a otras culturas. Giovanni Sartori, en su libro La sociedad multiétnica, tras una acertada crítica del concepto de multiculturalismo, critica a continuación al mundo musulmán arropándolo con los tópicos habituales. Según Sartori, el conjunto de la sociedad musulmana está regida por el Corán, no tiene voluntad de modificar, y anhela la lucha contra Occidente, reiterando la superioridad de nuestra civilización frente a la islámica. Curiosamente, también llama bobos a los que no quieren darse cuenta de esa amenaza.

El sociólogo norteamericano Fitcher nos dice en su ya clásica Sociología: 'El etnocentrismo es una tendencia, generalmente de superioridad, por la que juzgamos a los extranjeros según las normas, valores y estándares con los que hemos sido socializados. Éste es uno de los mayores obstáculos para la objetividad científica, y es fuente de pautas de prejuicio, intolerancia, discriminación y reducción a estereotipos. En lo que hay que insistir es en que una persona no necesita ser etnocéntrica para ser patriota. Se pueden apreciar los valores sociales en otra cultura sin renunciar a los propios; por lo menos se puede tratar de comprender estos tipos extranjeros de comportamiento sin juzgar a todos los miembros del grupo exterior como estúpidos y faltos de inteligencia'.

Los sabios vuelven a decirnos que nuestra civilización es superior y que la de los otros es miserable y amenazadora. Además, nos aclaran, los bárbaros no sólo no aceptan nuestros valores, sino que maquinan destruirlos. ¿Qué hacemos entonces? Algunos trovadores pregonan nuevos aires de gesta. Nos dicen, como en el siglo XIX, que ha llegado la hora de iluminar la barbarie con la luz de nuestra civilización. Da miedo oírlos.

Manuel Pimentel es empresario y ha sido ministro de Trabajo.

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