Columna

Un recuerdo inolvidable

Bien equipado de buena fe, quiero yo suponer que el presidente Eduardo Zaplana ha estado estos días pasados sometido a las fuertes tensiones que debe provocar la llamada de La Moncloa para tentarle con cargos ministeriales. Sólo un acontecimiento de esta naturaleza explica algunas de las decisiones suyas -y sólo suyas- en el ámbito cultural. Tales son las designaciones de los miembros que a su partido le correspondían en el Consell Valencià de Cultura (CVC), que si en algunos casos pueden resultarnos sorprendentes o disparatadas, en otro muy singular nos parece escandalosa y agraviante como ni...

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Bien equipado de buena fe, quiero yo suponer que el presidente Eduardo Zaplana ha estado estos días pasados sometido a las fuertes tensiones que debe provocar la llamada de La Moncloa para tentarle con cargos ministeriales. Sólo un acontecimiento de esta naturaleza explica algunas de las decisiones suyas -y sólo suyas- en el ámbito cultural. Tales son las designaciones de los miembros que a su partido le correspondían en el Consell Valencià de Cultura (CVC), que si en algunos casos pueden resultarnos sorprendentes o disparatadas, en otro muy singular nos parece escandalosa y agraviante como ninguna. Nos referimos, obviamente, a la habilitación para el cargo del escritor Fernando Vizcaíno Casas, tan complacido él con su acreditada fama de franquista sin tacha y hasta con honra.

Quiero yo suponer lo dicho a modo de atenuante, pero la verdad es que ni con la mejor voluntad logro entender y menos comprender esta monumental metedura de pata del Molt Honorable, de quien doy por sabido que nadie ha de ilustrarle acerca del sujeto al que le acaba de abrir las puertas de una institución que se alumbró en la democracia para resolver nuestros contenciosos culturales familiares, y no para enturbiarlos más si cabe. Una institución que puede albergar de hecho y de derecho a eminentes anónimos o renombrados zoquetes decantados por el chalaneo partidario, pero que la admisión de ciertos candidatos instalados ideológicamente en sus antípodas fundacionales equivale a su definitivo descrédito, tanto como el conseguido por sus proponentes.

Y a ello vamos, a los proponentes, que es uno e indivisible. ¿Ha sido ésta la broma postrera del presidente, elucubrada cuando ya tenía un pie en el estribo ministerial? ¿Ha sido, además, un ejercicio conciliatorio con la derecha más asilvestrada del país, acaso alarmada por las plumas liberales que exhibe su líder máximo y las políticas culturales y de bienestar social que ha venido desarrollando? ¿Acaso tal designación responde a una larga y disimulada admiración por el autor de tan infausta obra? Sea cual fuere la motivación, el insigne liberal que ocupaba la Generalitat se ha quedado sin las mentadas plumas y cacareando. Eso sí, se habrá congraciado con la extrema derecha, pero de su pregonado centrismo queda bien poca cosa, nada.

Como se trata de un político con años de vuelo, no podemos colegir que el penoso nombramiento haya sido una improvisación. Ni mucho menos. Concurren en ella las agravantes de premeditación e incluso alevosía. Diríase que ha sido diseñada para, en primer lugar, demostrar que el PP hegemoniza el CVC. Y, en segundo, para probar la capacidad de encaje y obsecuencia de los socialistas, predispuestos a comulgar con esta infamante rueda de molino. Pues, a fin de cuentas, Eduardo Zaplana y el PP en su conjunto pueden permitirse el lujo de pasarse tres manzanas en su derechización. Y más, con las elecciones en el horizonte próximo y Francisco Camps en candelero. Nadie se lo reprochará. Pero, ¿es esa la circunstancia del PSPV? Abandonen ese merendero (digo del CVC) y que se pudra en su propia salsa, a modo de legado inolvidable y envenenado del presidente que transitó por la Generalitat. Pero si se prefieren las dietas y los subsidios, ya es otro cantar.

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