Columna

¿Pase negro?

La política española está adquiriendo una hechura esférica y desagradable. Quiero decir con ello que se ha vuelto antipática, sea cual fuere el ángulo desde el que se decida observarla. Miremos primero a babor. Se está oyendo, un día sí y otro también, que la huelga general ha 'deslegitimado' al Gobierno. ¿Qué significa esto? Por las trazas, que el éxito presunto de la huelga pone en cuarentena la autoridad moral del Gobierno para seguir gobernando. Esto... es un dislate. Los Gobiernos extraen su legitimidad de las elecciones, las cuales cumplen dos requisitos fundamentales. Primero, nitidez e...

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La política española está adquiriendo una hechura esférica y desagradable. Quiero decir con ello que se ha vuelto antipática, sea cual fuere el ángulo desde el que se decida observarla. Miremos primero a babor. Se está oyendo, un día sí y otro también, que la huelga general ha 'deslegitimado' al Gobierno. ¿Qué significa esto? Por las trazas, que el éxito presunto de la huelga pone en cuarentena la autoridad moral del Gobierno para seguir gobernando. Esto... es un dislate. Los Gobiernos extraen su legitimidad de las elecciones, las cuales cumplen dos requisitos fundamentales. Primero, nitidez en los fines. El asunto estriba en designar al partido que va a mandar, o va a ser preponderante, durante los cuatro años siguientes. Segundo, nitidez en el procedimiento. Un voto vale un voto, y sanseacabó.

Las huelgas generales no satisfacen ninguna de las dos condiciones. En tanto que huelgas, están enderezadas a promover la causa de colectivos concretos. En tanto que generales, pretenden algo más: debilitar o derribar gabinetes. Lo primero no implica lo segundo, y lo segundo, en rigor, no tiene por qué ir unido a lo primero. Como la resultante es un lío, se intenta salvar el expediente invocando fórmulas más o menos superferolíticas. Así, se nos ha asegurado que urgía echarse a la calle para protestar contra la arrogancia del Gobierno. Pero yo no sé muy bien qué cabe deducir del hecho de que uno haya bajado a la calle para protestar contra la arrogancia del Gobierno. Es posible que uno esté molesto con un Gobierno al que, sin embargo, quiere volver a votar. O tal vez, lo que uno reclama es la utopía y jornadas laborales de treinta y dos horas y cincuenta minutos. Las huelgas generales, en fin, son de interpretación contenciosa y libre, y valen lo mismo para un roto que para un descosido.

El procedimiento es también vital. Una inasistencia al trabajo no se puede contar como un voto, entre otras cosas, porque vota el que quiere. Del trabajo se ausenta, sin embargo, el que quiere... y muchos que no quieren. No entraré en la guerra de cifras que tan atareados trae a Gobierno y oposición. Recuerdo sólo, y creo que nadie me llevará la contraria, que el 20-J no se ha parecido mucho al 14-D.

Viremos los ojos a estribor. Es verdad que los sindicatos no han estado dialogantes. Ahora bien, tampoco lo ha estado el Gobierno. No hablo de los momentos ulteriores a la convocatoria, en que, por definición, el diálogo estaba roto, sino del tramo anterior, el de las negociaciones frustradas. Admitamos, serenamente, que el Gobierno ha hecho poco por impedir que se armara la marimorena. Y que luego ha remachado el clavo con el decretazo. ¿La causa? Puede haber varias. Por ejemplo, el enojo, o el deseo de demostrar que nadie le echaba la pierna encima. Pero ha existido, me temo, un móvil más sutil, más maquiavélico. En mi opinión, el Gobierno no ha estimado inconveniente para su estrategia a medio plazo lo que finalmente se ha producido: una identificación del PSOE con los sindicatos e IU. En efecto, esta mancomunidad de última hora lastra severamente a los socialistas. Uno, les unce a reivindicaciones incompatibles con las políticas que quizá querrían desarrollar si ganasen las elecciones -Schröder está considerando una reforma del mercado laboral que apunta en el mismo sentido que la realizada por el PP-. Dos, les aboca a una retórica con fugas y trémolos radicales. El desenlace, es un alejamiento del centro, donde, según los populares -y también, ¡ay!, Zapatero- se encuentra el botín electoral.

Expresado de otro modo: los populares han untado el piso de vaselina para que el PSOE se deslice hacia la izquierda. La maniobra es ingeniosa. Sin embargo, no me gusta. Después de varias carambolas, han terminado por adquirir un carácter irremediablemente conflictivo medidas en sustancia razonables. Esas medidas, pactadas, habrían tenido un futuro más asegurado.

Los partidos se han enzarzado en una pelea donde se dirimen intereses que no son exactamente los intereses de los ciudadanos. ¿Sorprendente? No. ¿Estupendo? Me parece... que tampoco.

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