Columna

¡Gora el barón de Coubertin!

Cómo está el deporte. Empezando por el rey, el deporte rey, digo. Si una cosa buena tiene es lo democrático que resulta. Todo el mundo entiende de fútbol, incluso quien no lo aprecia. O no lo apreciamos. Basta con haber visto partido y medio, amén de cuatro fragmentos, para poder sentar cátedra. Por lo menos en lo que respecta a la calidad del espectáculo mundialista -mala- y a las pésimas actuaciones arbitrales. Las reglas de este juego permiten que David pueda ganarle a Goliat, cosa que no ocurre en casi ningún deporte colectivo o muy raramente, pero ahí está paradójicamente su talón de Aqui...

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Cómo está el deporte. Empezando por el rey, el deporte rey, digo. Si una cosa buena tiene es lo democrático que resulta. Todo el mundo entiende de fútbol, incluso quien no lo aprecia. O no lo apreciamos. Basta con haber visto partido y medio, amén de cuatro fragmentos, para poder sentar cátedra. Por lo menos en lo que respecta a la calidad del espectáculo mundialista -mala- y a las pésimas actuaciones arbitrales. Las reglas de este juego permiten que David pueda ganarle a Goliat, cosa que no ocurre en casi ningún deporte colectivo o muy raramente, pero ahí está paradójicamente su talón de Aquiles. Porque nada resulta más fácil que desvirtuar arbitralmente un resultado. Como todo es posible, incluso que salga de uvas a peras un partido bueno, basta que el trencilla o sus ayudantes piten o levanten el banderín a redropelo para que un tercera gane a un primera y nadie se escandalice. Excepto el que ha perdido, claro, pero como los resultados son inamovibles, ¿a quién le importa?

Si un país anfitrión quiere de por sí protagonismo, ¿cómo no va intentar sacarle los mayores réditos posibles, si además ha puesto entre los patrocinadores a una de sus mayores firmas comerciales? Máxime cuando la propia estructura del fútbol lo permite, puesto que, mientras los modestos se baten el cobre, las grandes figuras desfilan fatigadas y, en general, de puntillas, pues para eso se deben comercialmente a sus clubes que son quienes pagan muy caras las lesiones y... el tinglado.

Pero no importa, la gente sigue pegada al televisor. Ya se sabe que muchos sólo vieron el partido de España para ver cómo le ganaba Corea o eso dicen, pero allí estaban. Lo cierto es que, una vez consumada la eliminación, un padre que llevaba a un mocoso en silleta por Donosti le jaleaba: ¡Korea!, ¡Korea!, para que cuando aprendiese a hablar supiera al menos que no debía decir España. ¡Cómo han cambiado los tiempos! Anteayer llamarle a uno coreano era otra forma de llamarle maketo o belarrimotxa, es decir, inmigrante y malvenido.

Pero el fútbol es así. Algo tendrá para que nadie quiera no tener su selección a fin de mantener a la gente pegada a las banderas. Lo desean hasta quienes sueñan con un país del que quisieran tener antes sus correspondiente combinado nacional a fin de ir allanando el camino. Se puede decir, parafraseando a un compañero de fatigas, que todo nacionalismo es futbolista. Sin menoscabo de lo propio. Porque ahí todavía las cosas pueden ir mejor. Pongamos el frontón. El otro día supimos que un partido de pelota debía servir sólo de aperitivo para el verdadero acontecimiento, que fue el linchamiento verbal y la agresión física, con absoluto respeto pues a la paridad, de una alcaldesa. En el frontón no le gritaron koreana a la alcaldesa de Lasarte, Ana Urchueguía, sino asesina, que resulta más directo. Para otra vez, los organizadores deberían relajar todavía un poco más la seguridad -no había ningún agente de policía en kilómetros a la redonda- y permitir que se puedan meter piedras en la cancha, y así podíamos hermanarnos con esos simpáticos países oprimidos del Tercer Mundo que practican la lapidación de adúlteras. ¿O acaso Ana Urchueguía no ha adulterado la sacrosanta idiosincrasia de un pueblo que no se siente más que nacionalista?

Y puestos a ello, se podía ampliar la cosa y afianzar la identidad a base de echar más imaginación a nuestros deportes populares. Ya veo unas regatas con remeros importados y curtidos en la patera a los que dirigirá no ya un timonel sino un cómitre feroz, ya saben, aquel tipo fortachón que ponía las galeras a cien por hora a base de administrar latigazos y repartir unos insultos que, en nuestro caso, deberían ser consensuados pero monolingües. Les dejo que imaginen lo que se puede hacer en el campo de los segalaris -¿qué pies cortarán y debajo de qué hierba?- o la sokatira -¿para descuartizar?-. Por mi parte prefiero las apuestas de hachas donde los troncos no serán de kanaerdi sino de enemigo y las aizkoras estarán templadas en el puro veneno de la víbora patria. ¿Se imaginan el espectáculo? Pues llevamos disfrutando de él varias décadas, queridos amigos. Game Over.

Cómo está el deporte. Empezando por el rey, el deporte rey, digo. Si una cosa buena tiene es lo democrático que resulta. Todo el mundo entiende de fútbol, incluso quien no lo aprecia. O no lo apreciamos. Basta con haber visto partido y medio, amén de cuatro fragmentos, para poder sentar cátedra. Por lo menos en lo que respecta a la calidad del espectáculo mundialista -mala- y a las pésimas actuaciones arbitrales. Las reglas de este juego permiten que David pueda ganarle a Goliat, cosa que no ocurre en casi ningún deporte colectivo o muy raramente, pero ahí está paradójicamente su talón de Aquiles. Porque nada resulta más fácil que desvirtuar arbitralmente un resultado. Como todo es posible, incluso que salga de uvas a peras un partido bueno, basta que el trencilla o sus ayudantes piten o levanten el banderín a redropelo para que un tercera gane a un primera y nadie se escandalice. Excepto el que ha perdido, claro, pero como los resultados son inamovibles, ¿a quién le importa?

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Si un país anfitrión quiere de por sí protagonismo, ¿cómo no va intentar sacarle los mayores réditos posibles, si además ha puesto entre los patrocinadores a una de sus mayores firmas comerciales? Máxime cuando la propia estructura del fútbol lo permite, puesto que, mientras los modestos se baten el cobre, las grandes figuras desfilan fatigadas y, en general, de puntillas, pues para eso se deben comercialmente a sus clubes que son quienes pagan muy caras las lesiones y... el tinglado.

Pero no importa, la gente sigue pegada al televisor. Ya se sabe que muchos sólo vieron el partido de España para ver cómo le ganaba Corea o eso dicen, pero allí estaban. Lo cierto es que, una vez consumada la eliminación, un padre que llevaba a un mocoso en silleta por Donosti le jaleaba: ¡Korea!, ¡Korea!, para que cuando aprendiese a hablar supiera al menos que no debía decir España. ¡Cómo han cambiado los tiempos! Anteayer llamarle a uno coreano era otra forma de llamarle maketo o belarrimotxa, es decir, inmigrante y malvenido.

Pero el fútbol es así. Algo tendrá para que nadie quiera no tener su selección a fin de mantener a la gente pegada a las banderas. Lo desean hasta quienes sueñan con un país del que quisieran tener antes sus correspondiente combinado nacional a fin de ir allanando el camino. Se puede decir, parafraseando a un compañero de fatigas, que todo nacionalismo es futbolista. Sin menoscabo de lo propio. Porque ahí todavía las cosas pueden ir mejor. Pongamos el frontón. El otro día supimos que un partido de pelota debía servir sólo de aperitivo para el verdadero acontecimiento, que fue el linchamiento verbal y la agresión física, con absoluto respeto pues a la paridad, de una alcaldesa. En el frontón no le gritaron koreana a la alcaldesa de Lasarte, Ana Urchueguía, sino asesina, que resulta más directo. Para otra vez, los organizadores deberían relajar todavía un poco más la seguridad -no había ningún agente de policía en kilómetros a la redonda- y permitir que se puedan meter piedras en la cancha, y así podíamos hermanarnos con esos simpáticos países oprimidos del Tercer Mundo que practican la lapidación de adúlteras. ¿O acaso Ana Urchueguía no ha adulterado la sacrosanta idiosincrasia de un pueblo que no se siente más que nacionalista?

Y puestos a ello, se podía ampliar la cosa y afianzar la identidad a base de echar más imaginación a nuestros deportes populares. Ya veo unas regatas con remeros importados y curtidos en la patera a los que dirigirá no ya un timonel sino un cómitre feroz, ya saben, aquel tipo fortachón que ponía las galeras a cien por hora a base de administrar latigazos y repartir unos insultos que, en nuestro caso, deberían ser consensuados pero monolingües. Les dejo que imaginen lo que se puede hacer en el campo de los segalaris -¿qué pies cortarán y debajo de qué hierba?- o la sokatira -¿para descuartizar?-. Por mi parte prefiero las apuestas de hachas donde los troncos no serán de kanaerdi sino de enemigo y las aizkoras estarán templadas en el puro veneno de la víbora patria. ¿Se imaginan el espectáculo? Pues llevamos disfrutando de él varias décadas, queridos amigos. Game Over.

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