Columna

La ciudad orinada

Valencia orinada, más que nunca en el verano duro que avanza. Valencia que naufraga entre las aguas menores de los perros y de los inciviles, y que no recibe una gota de lluvia mientras la trama urbana se aproxima a su cénit escatológico. Orines de Valencia: constelación de meadas por calles y plazas, parques y monumentos. Orín en las puertas de los bancos y los templos, los colegios y los hospitales. Orín que convierte en nauseabunda ribera a las tiendas del barrio, a los talleres menestrales, a los bares de toda la vida, a los estancos y panaderías, a los tajos de las obras. Orín que luego s...

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Valencia orinada, más que nunca en el verano duro que avanza. Valencia que naufraga entre las aguas menores de los perros y de los inciviles, y que no recibe una gota de lluvia mientras la trama urbana se aproxima a su cénit escatológico. Orines de Valencia: constelación de meadas por calles y plazas, parques y monumentos. Orín en las puertas de los bancos y los templos, los colegios y los hospitales. Orín que convierte en nauseabunda ribera a las tiendas del barrio, a los talleres menestrales, a los bares de toda la vida, a los estancos y panaderías, a los tajos de las obras. Orín que luego se enseñorea, muy seguro de su victoria, y que se aproxima a los centros del poder terrenal, y también del divino, para que la ciudad entera sucumba bajo los infames y caldeados efluvios.

En Valencia todos somos hombres de la esquina meada, mujeres también; ellas y ellos sobre el pequeño géiser durmiente, implacable, que aguarda en cada portal, en cada garaje, en cada centímetro de acera. Alcorques quemados por las expelencias, contenedores rodeados de una melaza inmunda, árboles humillados, envilecidas ruedas de los coches. La ciudad como una alcantarilla en carne viva, cloaca de pis, detritus del alma, globalizada basura, y nada nos consuela releer aquel poema de Alberti a los autógrafos veloces de los gatos del Trastévere romano, donde vivió largos años de exilio el pintor marinero.

Es un sarcasmo el contraste. De un lado el empeño cosmopolita de la ciudad, tan conveniente, sus palacios de congresos y de la música, los museos nuevos y antiguos, el dinamismo de las ferias de muestras, el triunfo en la Liga, los esfuerzos de empresarios y profesionales, el sudor de tantos trabajadores cada vez más recortados de sus derechos, los discursos transnacionales y prestacionales, los lujosos catálogos, las reinas de la belleza, y luego, enseguida, los pies de todos y todas chapoteando en un cemento piel de amoníaco. Y, también, como si fuera un sueño, al fondo de tanto hedor, un viejo invento que Valencia ignora: el de los camiones cisterna que habrían de salvar nuestras calles, tal vez en la vida venidera.

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