LA VENTANA DE MILLÁS

El viejo verde

Recuerdo especialmente aquel día porque fue una de las pocas veces que mi madre me dedicó un gesto sincero de agradecimiento. Yo era pequeño y mi madre viuda. Íbamos los dos camino del médico en un autobús repleto de gente, mi madre sujeta a la barra superior y yo agarrado a su falda. De vez en cuando, mi madre movía bruscamente la cadera hacia delante y me estrujaba la cara con sus piernas. Al principio no le presté atención, creía que era por culpa del balanceo del autobús. Pero cuando entre estrujón y estrujón cada vez pasaba menos tiempo aquello empezó a molestarme. Miré hacia arriba, y vi...

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Recuerdo especialmente aquel día porque fue una de las pocas veces que mi madre me dedicó un gesto sincero de agradecimiento. Yo era pequeño y mi madre viuda. Íbamos los dos camino del médico en un autobús repleto de gente, mi madre sujeta a la barra superior y yo agarrado a su falda. De vez en cuando, mi madre movía bruscamente la cadera hacia delante y me estrujaba la cara con sus piernas. Al principio no le presté atención, creía que era por culpa del balanceo del autobús. Pero cuando entre estrujón y estrujón cada vez pasaba menos tiempo aquello empezó a molestarme. Miré hacia arriba, y vi a mi madre con la cara desencajada de ira mirando de reojo a un señor mayor con sombrero que estaba pegado a su espalda. Yo era muy pequeño como para entender lo que es capaz de hacer un viejo desesperado en un autobús lleno de gente, pero lo que sí comprendí es que mi madre estaba pasando un mal rato por culpa de aquel hombre. Le solté una patada en la espinilla y le grité que dejara en paz a mi madre. El autobús entero comenzó a recriminar al viejo, y en la siguiente parada se bajó con la cara y la pierna enrojecidas. Mi madre se agachó, puso su cara a la altura de la mía y me besó la punta de la nariz.

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