Columna

Ir con tiento

Dentro de unos días, en Sevilla, los países de la Unión intentarán acordar una política común sobre inmigración. Hasta ahora los Gobiernos se han dedicado, más que nada, a balbucir. El del PP lo ha hecho dos veces, casi de seguido, y está tensando los labios para un tercer movimiento que no se sabe aún lo que dará de sí. La torpeza articulatoria de los Gabinetes y Parlamentos obedece a una dificultad objetiva. Primero, los países no son idénticos y, por tanto, no terminan de avenirse sobre un programa al gusto de todos. Segundo, las sociedades nacionales tampoco son idénticas. La presión migra...

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Dentro de unos días, en Sevilla, los países de la Unión intentarán acordar una política común sobre inmigración. Hasta ahora los Gobiernos se han dedicado, más que nada, a balbucir. El del PP lo ha hecho dos veces, casi de seguido, y está tensando los labios para un tercer movimiento que no se sabe aún lo que dará de sí. La torpeza articulatoria de los Gabinetes y Parlamentos obedece a una dificultad objetiva. Primero, los países no son idénticos y, por tanto, no terminan de avenirse sobre un programa al gusto de todos. Segundo, las sociedades nacionales tampoco son idénticas. La presión migratoria derrama sobre ellas costes y beneficios, los cuales se reparten desigualmente según el nivel de renta, la profesión, o la localización geográfica. El que afirme que la cosa está clara es, o presciente, o muy optimista. Dado que la presciencia es un don escaso, lo más probable es que sea muy optimista. Ello admitido, conviene evitar los errores elementales. Mencionaré aquí dos.

Error número uno: la alarma provocada por los flujos migratorios ha impreso un fuerte ímpetu a las ideologías de extrema derecha. Esto, sencillamente, no se sostiene. Los votantes de Fortuyn en Holanda, o de Le Pen en Francia, no cultivan un sistema de ideas que quepa calificar de extrema derecha. Fortuyn no era, tan siquiera, un hombre de extrema derecha. Si acaso, era un tipo de propensiones xenófobas, que es distinto. Las variables que permiten explicar la dirección del voto asumen valores predominantemente socioeconómicos. Un ejemplo. Los empresarios -véase el documento redactado por Cofindustria en Italia, tras las medidas dictadas por Berlusconi- miran con recelo las restricciones a la inmigración. ¿Por qué? Porque la inmigración modera los salarios. Las clases trabajadoras -principal apoyo de Le Pen en Francia- tienden a adoptar la posición inversa. ¿La causa? Exactamente la misma. La inmigración frena, en efecto, los salarios en los tramos bajos de renta, y complica el acceso a servicios sociales básicos -guarderías, escuelas públicas, viviendas en barriadas obreras- más solicitados por los modestos que por los pudientes. Ello no descalifica, por supuesto, a la inmigración. Ahora bien, localiza costes, que sería poco prudente desdeñar fulminando a los afectados como nostálgicos de Hitler o de Mussolini.

Error número dos: es urgente barrer, mediante una unánime reacción democrática, a quienes votan a gente odiosa. Éste es un error... a medias. Conviene, por descontado, yugular las carreras de delincuentes políticos del corte de Le Pen. Es lícito también trazar un paralelo con la Europa de entreguerras. Ni los votantes de Mussolini, ni los de Hitler, comulgaban en su totalidad, o aún siquiera en proporciones decisivas, con los idearios de sus respectivos líderes. Y fue imperdonable permitir que los últimos llegaran incólumes al poder. Ello, sin embargo, no significa que el voto de orientación nazi o fascista fuera arbitrario. No lo era, por cuanto se alimentaba de agravios que tanto Hitler como Mussolini supieron explotar con pericia notable. Lo inteligente habría sido parar los pies a los aventureros sin escrúpulos... y tomar nota de las circunstancias que les estaban permitiendo medrar.

Una de las virtudes de las democracias estriba en que el voto expresa carencias o situaciones de zafarrancho que en los regímenes sin representación popular quedan velados por el sigilo oligárquico o la retórica oficial. No valerse de esta ventaja equivale a caminar a la pata coja cuando se dispone de una bicicleta o un automóvil.

Los dos errores que he enumerado son complementarios. Coinciden, por así decirlo, en ignorar la dolencia proscribiendo el síntoma. No se desprende de aquí ni que haya que maltratar al emigrante, ni que sea deseable hacer demagogia y perseguir el voto pescando en río revuelto. Si las clases políticas europeas, luego de un largo desconcierto, entraran en competición desordenada por ver cuál echa facha de más enérgica frente a un electorado inquieto, lo más probable es que se añadiera, a la lesión de los derechos, la violencia inútil. La situación no es fácil, el diagnóstico no lo es tampoco, y se requiere tiento y un ejercicio responsable y civilizado de la autoridad. Pero también se requieren ojos. Ojos de lechuza y olfato de perro pachón.

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