Columna

Futuro feliz

Está llegando a Sevilla el mayor espectáculo de Europa: alambradas y policías. Es el mismo escenario que ya montaron en Barcelona los jefes europeos al principio de la primavera. Como en las giras de los ídolos de la música, un mismo escenario diseñado por excelentes arquitectos recorre las mejores capitales, siempre el mismo escenario en cada ciudad, la misma luminotecnia y los mismos números y canciones. Sólo cambian las frases de adulación al público: Gracias, Barcelona. Gracias, Sevilla. Gracias, querido público, dicen los cantantes mientras una banda de forzudos vigila que el querido públ...

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Está llegando a Sevilla el mayor espectáculo de Europa: alambradas y policías. Es el mismo escenario que ya montaron en Barcelona los jefes europeos al principio de la primavera. Como en las giras de los ídolos de la música, un mismo escenario diseñado por excelentes arquitectos recorre las mejores capitales, siempre el mismo escenario en cada ciudad, la misma luminotecnia y los mismos números y canciones. Sólo cambian las frases de adulación al público: Gracias, Barcelona. Gracias, Sevilla. Gracias, querido público, dicen los cantantes mientras una banda de forzudos vigila que el querido público no derribe las vallas en avalancha.

Así la Unión Europea crece, se eleva a potencia: la Comisión y el Consejo son un poco espectrales, el Parlamento es pálido y lejanísimo, la economía no va mal, obligatoria y rutinaria, de modo que, de vez en cuando, se impone una demostración espectacular de brutalidad latente, posible y probable. Yo creía que esta demostración era un error, pero ahora sé que es propaganda. La UE quiere que reconozcamos su poder de Estado multiestatal: una multitud de presidentes y primeros ministros, guardaespaldas, chóferes, material de batalla callejera y miles de policías en Sevilla, donde los jueces de guardia trasladarán sus oficinas a la comisaría como parte del servicio de apabullamiento (el juzgado mutado monstruosamente en dependencia policial, a no ser que los jueces se trasladen para controlar a los policías).

Todo esto me parece un disparate porque quiero imaginar que Europa equivale a igualdad, libertad y fraternidad: digamos que los grandes propietarios reparten democráticamente algo de sus beneficios, piensan en el bien general y aseguran su bien particular sin necesidad de muchas cárceles ni muchos guardias. Pero el Estado de Bienestar pierde partidarios en la UE, y algunos futuros miembros, procedentes del antiguo comunismo de raíz rusa, se presentan bendiciendo la abolición de los derechos sociales. Y, mientras leo el último premio Anagrama de Ensayo, Bienestar insuficiente, democracia incompleta, de Viçenc Navarro, los gobernantes elegidos por los europeos aparecen en Sevilla como poder blindado frente a un temido motín popular. Qué mal presagio.

Vamos del Estado de Derecho al estado de pánico: la bunquerización de nuestros jefes anuncia la bunquerización de nuestras almas. Cada día nos da más miedo el exterior, y los mandatarios andaluces, sensibles siempre, pueden presumir de ser la vanguardia de las nuevas emociones. La frase más brusca sobre inmigración la pronunció Chaves hace dos semanas ('Aquí entra quien quiere. Hay barra libre': extraordinario vislumbre de la inmigración como frivolidad y juerga insensata). Un compañero suyo de Almería reclamó simultáneamente la expulsión de los inmigrantes sin documentos y criticó la flojedad de Aznar en la defensa de las fronteras. Aznar ya ha oído estas voces: la Ley de Extranjería será más feroz, y en Sevilla Aznar se preocupará de que toda Europa cierre por fin la barra libre. Los políticos buenos de derecha e izquierda quieren dejar sin base ni argumentos a la malvada extrema derecha poniendo en práctica las felices ideas de la extrema derecha.

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