Tribuna:

Un cierre patronal legislativo

Uno de los más arraigados principios del orden civil democrático es la distribución de poderes entre distintos órganos del Estado. El Parlamento legisla, el Gobierno ejerce la función ejecutiva y los jueces y magistrados dictan el derecho irrevocable. La separación de poderes no es una simple ocurrencia del pensamiento político moderno; es una garantía reconocida en favor de los ciudadanos que preserva el funcionamiento equilibrado y controlado del Estado de derecho. Como tal, ha sido consagrada por nuestro texto constitucional, que no confiere al Gobierno un poder ordinario de elaboración y a...

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Uno de los más arraigados principios del orden civil democrático es la distribución de poderes entre distintos órganos del Estado. El Parlamento legisla, el Gobierno ejerce la función ejecutiva y los jueces y magistrados dictan el derecho irrevocable. La separación de poderes no es una simple ocurrencia del pensamiento político moderno; es una garantía reconocida en favor de los ciudadanos que preserva el funcionamiento equilibrado y controlado del Estado de derecho. Como tal, ha sido consagrada por nuestro texto constitucional, que no confiere al Gobierno un poder ordinario de elaboración y aprobación de las leyes. Solamente en supuestos de extraordinaria y urgente necesidad, la Constitución habilita al Gobierno el ejercicio de la potestad de dictar una norma que, sin ser una ley formal, participa de su mismo rango: el real decreto-ley.

El Decreto-Ley 5/2002 ha venido a modificar las cuatro grandes leyes sociales vigentes (Estatuto de los Trabajadores, Ley de Procedimiento Laboral, Ley General de Seguridad Social y Ley de Infracciones y Sanciones en el orden social), llevando a cabo una revisión en profundidad no sólo, tal y como equívocamente sugiere su rúbrica, de una de las instituciones que mejor ha logrado encarnar el Estado social y democrático de derecho: la protección por desempleo. Haciendo gala de un descarnado oportunismo político, este decreto-ley también ha alterado el delicado equilibrio de la regulación del despido, enterrando sin miramiento alguno otra institución, la de los salarios de tramitación, que, desde 1926, ha sido el constante compañero de viaje, en nuestro ordenamiento, de los despidos improcedentes. Pero no es el contenido de esta enésima mudanza normativa el objeto de estas reflexiones; el debate quiere, en esta ocasión, centrarse sobre el procedimiento utilizado por el Gobierno para sacar adelante su reforma legislativa.

El favor prestado por este Gobierno a la figura del real decreto-ley no constituye novedad alguna; ha sido, antes al contrario, el instrumento preferido tanto para atribuir fuerza normativa a acuerdos sociales (1997) como para clausurar procesos frustrados de diálogo social (2001). La justificación constitucional de este poder excepcional pudo resultar, en estas anteriores ocasiones, discutible. No obstante, ninguna estuvo privada de la justificación de urgente y extraordinaria necesidad que la Constitución pide y el Gobierno, en su condición de poder a ella sometido, está obligado a respetar.

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Sin disimulo político ni reparo jurídico, el Gobierno ha vuelto a echar mano de su poder excepcional, dictando un real decreto-ley que se encuentra huérfano, esta vez, de toda justificación, por mínima y endeble que se pretenda. O por decirlo sin rodeos, el Gobierno, al ejercer su potestad legislativa, invoca unas razones que no sólo no logran superar el menos exigente y liviano test de constitucionalidad sobre la concurrencia de la causa que legitima constitucionalmente esa potestad; pretenden, bien que sin conseguirlo, enmascarar la verdadera motivación que ha nutrido políticamente su decisión

La urgente y extraordinaria necesidad ni puede ampararse en 'la cambiante situación de la economía internacional' ni menos aún, si cabe, en la exigencia 'de incidir en una situación de paro todavía elevada', con vistas a mejorar el 'mecanismo de ajuste entre la oferta y la demanda en el mercado de trabajo español'. En su confrontación con el terminante mandato constitucional, alegaciones como las manejadas por el preámbulo del decreto-ley constituyen una preocupante banalización del propio tenor constitucional. ¿Cómo puede fundamentarse la urgente necesidad en un factor que es consustancial al funcionamiento de la economía globalizada; qué forma parte de su modo de actuar? ¿Cómo puede sustentarse con un mínimo de razonabilidad esa misma causalidad al abrigo de una situación, como es la elevada tasa de desempleo, con la que nuestro sistema económico lleva conviviendo lamentablemente desde hace más de dos décadas? De aceptarse este razonamiento, el Gobierno podría instalar sin apuro alguno al Parlamento en un permanente estado de excepcionalidad, sorteando su intervención y hurtando la adopción de las decisiones sobre el mercado de trabajo al juego de la crítica política. Por lo demás y si la comparación se desplaza del terreno constitucional al contenido del propio decreto-ley, la justificación invocada no pasa de ser simple retórica política, desprovista de las más bajas dosis de sensibilidad social. ¿Qué urgente necesidad, motivada por distantes y enigmáticas fluctuaciones de la economía internacional, puede amparar la supresión de la prestación por desempleo a un colectivo de trabajadores, como es el de los fijos discontinuos a fecha cierta, a los que se ha venido detrayendo de su salario, hasta ahora, las correspondientes cuotas para financiar el sistema de protección al desempleo? ¿Cuál es la urgente necesidad, nacida de la conveniencia de mejorar el ajuste de oferta y demanda de trabajo para reducir la tasa de paro, capaz de justificar que las indemnizaciones que hubieren percibido los trabajadores despedidos mediante expedientes de regulaciones de empleo aprobados por la Administración para facilitar la competitividad de las empresas deban, a partir de ahora, computarse como rentas a los efectos de poder acceder a los modestos subsidios de desempleo, cuya cuantía media no alcanza los 350 euros? Un deber de respeto hacia la dignidad ciudadana de éstos y otros muchos trabajadores damnificados está exigiendo, a voces, una explicación.

Pero las explicaciones verdaderas no se dan; más bien se ocultan bajo frases sobrecargadas de solemnidad y, no obstante, huecas de contenido. Sin embargo, ni el silencio ni el enmascaramiento deben ser entendidos como ausencia de razones. El reciente decreto-ley las tiene; sólo que la causa de la urgente y extraordinaria necesidad no se encuentra ni en los mercados externos ni en los internos. Es una motivación a ellos ajena. El ejercicio por el Gobierno de su poder legislativo excepcional es, sencillamente, la medida de ingeniería jurídico-social diseñada para abortar la huelga general convocada por las organizaciones sindicales más representativas de España; es, dicho lisa y llanamente, un puro acto de retorsión frente a la misma. Cualquier huelga, incluida la de oposición a las decisiones económico-sociales adoptadas por los poderes públicos, es una medida de protesta; pero ésta, la protesta, no es un fin en sí mismo, sino el instrumento del que se han valido históricamente los sindicatos, y del que se siguen valiendo aún hoy, para la defensa de los legítimos derechos de los trabajadores en un sentido acorde al modo en que aquéllos, y no los poderes públicos o privados, los entienden, perciben o tutelan. Mediante la protesta, la huelga actúa como elemento de legítima presión en los procesos de negociación en los que se ventilan intereses de los trabajadores; en los de carácter laboral, pero también en los de índole política.

En su conocida y por tantas razones estimable sentencia de 8 de abril de 1981, el Tribunal Constitucional consideró incompatible con el derecho de huelga el denominado cierre patronal de retorsión; esto es, la clausura de un centro de trabajo adoptada por un empresario con la finalidad de obtener, en un proceso abierto de negociación, ventajas adicionales frente a los trabajadores en huelga, cerrándoles así el paso al ejercicio real y efectivo de ese derecho fundamental y vaciándolo de contenido. Con la promulgación del Real Decreto-Ley 5/2002, este Gobierno inaugura una práctica hasta el presente desconocida en aquellos países en los que merece la pena reparar; una práctica que ya puede bautizarse como 'cierre patronal legislativo'. Dando el paso adelante que el presidente del Consejo de Ministros de Italia, señor Berlusconi, no se atrevió a dar por prudencia política o por conciencia constitucional, el señor Aznar ha decidido combatir la huelga general convocada a través de un procedimiento que, quienes disponen de la pequeña biografía que aporta la memoria, podían razonablemente pensar que había sido definitivamente desterrado: el nudo y duro dominio sobre el BOE.

Un alto responsable del partido que apoya al Gobierno manifestaba, en un tono cargado de dramatismo, que 'este país no se merece una huelga general'. Un juicio menos ideológico o, sencillamente, menos interesado sobre la actual situación de crispación social arroja una conclusión algo diferente. Lo que los ciudadanos de este país no se merecen, en verdad, es que el Gobierno adopte, sin otro arsenal argumentativo que su 'soberana voluntad', una medida que, además de poner en peligro valores tan estimables como la paz social o la cohesión social, degrada el sistema democrático, empujándole hacia una inquietante deriva autoritaria. No hace mucho, un lúcido y desencantado jurista español dijo que se vivían tiempos en los que 'el silencio es cortés y rentable la genuflexión'. Los catedráticos de Derecho del Trabajo, firmantes del presente escrito, preferimos ser, ahora, señores de nuestras palabras, sólo inclinados al servicio de los valores que la Constitución, en su mismo pórtico, proclama: libertad, justicia, igualdad y pluralismo político.

Fernando Valdés y Antonio Baylos son catedráticos de Derecho del Trabajo de la UCM y de Castilla-La Mancha, respectivamente. Firman también este artículo otros 33 catedráticos de esta misma disciplina.

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