Crítica:

Dora Maar, manos vacías

Cuando Picasso conoció a H. T. Markovitch, en el café Deux Magots de París, estaba sentada sola, con la mano izquierda sobre la mesa jugando a una especie de ruleta rusa. Aquella dama de porte elegante que fumaba en boquilla y que lucía unas uñas larguísimas de color rojo comenzó a clavar una navaja entre sus dedos extendidos. A veces no atinaba, y se hacía sangre. Picasso sucumbió a esa escena masoquista, le pidió sus guantes negros y los guardó en una vitrina. La pasión entre el minotauro y aquel ser convertido ya en un enigma duró sólo siete años (1936-1943). Henriette Teodora Markovitch, q...

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Cuando Picasso conoció a H. T. Markovitch, en el café Deux Magots de París, estaba sentada sola, con la mano izquierda sobre la mesa jugando a una especie de ruleta rusa. Aquella dama de porte elegante que fumaba en boquilla y que lucía unas uñas larguísimas de color rojo comenzó a clavar una navaja entre sus dedos extendidos. A veces no atinaba, y se hacía sangre. Picasso sucumbió a esa escena masoquista, le pidió sus guantes negros y los guardó en una vitrina. La pasión entre el minotauro y aquel ser convertido ya en un enigma duró sólo siete años (1936-1943). Henriette Teodora Markovitch, que firmaba sus extraordinarias fantasías fotográficas con el nombre de Dora Maar, había sido una mujer independiente y enérgica, muy inteligente y admirada mucho antes de que Picasso se fijase en ella; y una solitaria y resignada católica cuando fue abandonada por el pintor. Aquellas manos que todavía no se habían aliado en la amargura fueron retratadas por Man Ray en otra dimensión, muy cerca de su barbilla, como si Maar fuera un personaje de un friso gnómico (Retrato y Solarisation, 1936), y sirven de prólogo a la exposición Dora Maar. La fotografía, Picasso y los surrealistas, una muestra que ya se vio en Múnich y Marsella y que supone un intento de restaurar la figura y la obra de una de las personalidades más admiradas en el círculo surrealista, a pesar de que Maar prefería las superficies costrosas y el impulso de la espátula a la nitidez de la cámara oscura: 'Antes que fotógrafa', se empeñaba en decir, 'soy pintora'.

DORA MAAR. LA FOTOGRAFÍA, PICASSO Y LOS SURREALISTAS

Centro Cultural Tecla Sala

Avenida de Josep Tarradellas, 44

L'Hospitalet. Barcelona

Hasta el 14 de julio

La última sala de la exposición del Tecla Sala está dedicada a los pinitos con la paleta de Dora Maar; torpes, a veces desesperados, cuando no enrarecidos (paisajes de Lubéron), los más figurativos tienen una clara influencia balthusiana. Pero hasta llegar a estas pinturas, que conviven acomplejadas con cinco óleos de Picasso (Femme pleurant avec mouchoir y La femme qui pleure, 1936), hay todo un camino de buena fotografía, que Victoria Combalía, conocedora a fondo de su obra y artífice de su primera retrospectiva en España, ha jalonado con originales cedidos de colecciones públicas y privadas de todo el mundo. Una de las sorpresas de esta exposición es la serie de fotografías tomadas en Tossa de Mar (1934) -un pueblecito que también cautivó a Georges Bataille, con quien Maar había tenido un breve romance un año antes- que la artista, poco antes de morir, desenterró de una vetusta caja de zapatos.

La arquitectura de Gaudí, por la que Dora Maar sentía fascinación, se combina con las imágenes tomadas en el Mont Saint-Michel y las de formaciones rocosas de inquietantes formas orgánicas. Los fotomontajes en las bóvedas de L'Orangerie, el monstruo ciego y sin embargo suplicante de Ubú (1936) y las 'metamorfosis' del Guernika (1937) cierran uno de los capítulos más importantes del surrealismo, aunque Dora Maar no gozara de reconocimiento merecido gracias a comentarios como el del día después de la última de las cinco subastas celebradas tras su muerte: 'Ella fue tan sólo una larga y olvidada nota a pie de página en la vida de Picasso, que había muerto veinticuatro años antes'.

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