Columna

El desliz de san Isidro

La autoridad dice por la radio que en Madrid no hay atascos, y su pronunciamiento divide a los oyentes: unos se mueren de risa y otros de furia; unos le mandan a la cárcel y otros al manicomio; los bondadosos le desean los siete males y los perversos le condenan a pan y agua en cualquier carril de la Castellana, donde es fama que el automovilista nace, se reproduce y fallece sin alcanzar Atocha o la plaza de Castilla.

-No son atascos, sino retenciones -precisa la autoridad, un tanto sorprendida de la irritación que despiertan sus palabras-.

Y su matiz desencadena nuevas llamadas ...

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La autoridad dice por la radio que en Madrid no hay atascos, y su pronunciamiento divide a los oyentes: unos se mueren de risa y otros de furia; unos le mandan a la cárcel y otros al manicomio; los bondadosos le desean los siete males y los perversos le condenan a pan y agua en cualquier carril de la Castellana, donde es fama que el automovilista nace, se reproduce y fallece sin alcanzar Atocha o la plaza de Castilla.

-No son atascos, sino retenciones -precisa la autoridad, un tanto sorprendida de la irritación que despiertan sus palabras-.

Y su matiz desencadena nuevas llamadas al locutorio, unas con insultos y otras con sollozos, casi todas desde teléfonos móviles en vehículos fijos. A punto de quedarse de piedra en la rotonda de Cibeles, el conductor de un utilitario añora la agilidad de una silla de inválido. Y desde la avenida de Córdoba, un camionero anuncia a sus familiares que no se dirige a Mercamadrid, sino a una residencia de ancianos, porque mientras esperaba entrar en la ciudad por la carretera de Andalucía le brotó la barba blanca de los profetas de la Biblia.

-La gente exagera -exclama la autoridad con indudable sentido común.

Ignora el prócer que existe una sociedad de la eutanasia circulatoria cuyos miembros prefieren la tumba a vivir encapsulados. Porque en las calles de la capital ni se avanza ni se retrocede. Estancado queda el conductor en la calzada, rodeado de vehículos y sin recordar adónde iba ni de dónde procedía. Los taxistas no preguntan ya al cliente '¿dónde vamos?', porque no llegan a su destino: corre el contador, mas no el automóvil. La hipertensión de Madrid, propia de una urbe dinámica, derivó en embolia: ésta es la ciudad del cortocircuito, donde los guiños de los semáforos son provocaciones baratas.

-No me lo puedo creer -se encampana la autoridad-. Calumnias de una oposición sin pedigrí.

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Pero en la radio le comentan que, si usara vehículo oficial para desplazarse por la villa y corte a las tareas habituales de inaugurar bolardos o zanjas o besar la mano del obispo, acabaría destituido por incomparecencia prolongada o quizá defunción. 'Desaparecido en atasco', se diría de su persona; y se exigiría una pasta a sus herederos por la pérdida del coche.

-Nunca te veas como yo me veo -le grita un joven atrapado en la flor de la vida en el inmortal atasco de la calle del Barquillo.

No cobra más vuelo la protesta porque con Esquilache se acabaron los motines, y el hervor de Madrid se limita a un calentar de motores que la gente toma a beneficio de inventario: los niños se hacen adultos en el autobús del colegio, las mujeres pasan entre dos cruces de la regla a la menopausia y a los abuelos se les deja en el cuarto con la tele puesta, ya que meterlos en un vehículo es arriesgarse a no darles sepultura.

Mete baza en la tertulia radiofónica el erudito local para echar un capote a la autoridad. En opinión de este sabio, un atasco no sólo fomenta sarpullidos, sino espiritualidad a raudales. Y cuenta la historia de ese oficial de los juzgados que desde hace nueve años parte de la plaza de Santa Bárbara a ejecutar el derribo de la iglesia que empareda a sus vecinos. El atasco perpetuo de la plaza de Castilla frustra sus malvados propósitos.

-Eso se debe a intercesión divina -pregona desde la Nunciatura una encargada de barrer para casa.

Inspirado por el Espíritu Santo, el erudito local lanza una ocurrencia: 'Si el atasco es un problema típico de Madrid, ¿por qué no lo resuelve su santo patrón, que dejaba con piloto automático a una yunta de bueyes para rezar a sus anchas?'.

-Hagamos una rogativa al Labrador -plantea a los contertulios como si propusiera unas cañas.

La oposición se apunta al festejo y la radio lo retransmite. La comitiva municipal sale hacia la casa de san Isidro con maceros y banda. Pero como los coches taponan las calles, el trayecto se efectúa por la acera y sin pompa. Al llegar a la vivienda, llaman a la puerta y les abre un niño rubicundo y con bucles.

-Angelito hermoso -saluda la autoridad-, queremos ver a san Isidro.

El niño, sin dudarlo, advierte al interior de la casa:

-Abuela, la grúa.

Y, asomándose a la trasera que da al Manzanares, vocea santa María de la Cabeza con preocupación cívica:

-Isidro, Isidro, que dejaste la yunta en doble fila y mira el atasco que has formado.

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