Columna

Yoísmo

Comienza a imponerse un diagnóstico común sobre la epidemia de populismo que recorre Europa. Ante el opaco reparto del poder que para formar gobiernos de coalición múltiple negocian las cúpulas de los partidos en las democracias consociativas del parlamentarismo proporcional, los electores reaccionan airados votando a candidaturas iconoclastas lideradas por histriones como Haider en Austria, Bossi o Berlusconi en Italia, Le Pen en Francia o el malogrado Fortuyn en Holanda. Es el eterno retorno del fulanismo personalista que tanto lamentamos en la infortunada historia de España....

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Comienza a imponerse un diagnóstico común sobre la epidemia de populismo que recorre Europa. Ante el opaco reparto del poder que para formar gobiernos de coalición múltiple negocian las cúpulas de los partidos en las democracias consociativas del parlamentarismo proporcional, los electores reaccionan airados votando a candidaturas iconoclastas lideradas por histriones como Haider en Austria, Bossi o Berlusconi en Italia, Le Pen en Francia o el malogrado Fortuyn en Holanda. Es el eterno retorno del fulanismo personalista que tanto lamentamos en la infortunada historia de España.

Y si esta tendencia se extiende, corremos el peligro de que la democracia de partidos se convierta en una democracia plebiscitaria (de presidencialismo monopolista sin separación de poderes), remedio mucho peor que el mal que intenta curar. Así ha sucedido el 5-M en Francia, cuando la segunda vuelta electoral se convirtió en un plebiscito celebrado no tanto a favor del presidente saliente como en contra del indigno aspirante vichyssoise. De ello hay en Francia una larga tradición, pues la democracia plebiscitaria la inventó Luis Napoleón Bonaparte al edificar sobre ella el Segundo Imperio, refundando el absolutismo de Luis XIV ('el Estado soy yo') mediante su legitimación por la soberanía popular con sufragio universal. Esta nefasta perversión de la democracia ha tenido después un amplio aunque intermitente predicamento en los países de cultura política latina, proclives al cesarismo: Italia con Mussolini y Argentina con Perón constituyen sus ejemplos históricos más notorios.

Y también nuestra cultura política posee una evidente propensión a la democracia plebiscitaria. La vigente Constitución instauró formalmente un parlamentarismo proporcional, que en la práctica se convierte en monopolio del poder ejercido por el jefe del partido mayoritario sin efectiva separación de poderes. Así sucedió con la mayoría absoluta del presidente González y así está sucediendo inexorablemente con la mayoría absoluta del presidente Aznar. Pues en nuestro plebiscitario sistema, el ungido por las urnas se siente con derecho a proclamar: el Estado soy yo. De ahí el impúdico yoyeo que al decir de Arcadi Espada tanto indigna a Sánchez Ferlosio.

Ahora, el presidente Aznar se ha puesto plazo para coronar su obra de gobierno. Por eso tiene prisa para imponer el cumplimiento de su última voluntad en los años que restan de legislatura absoluta. Siempre con el yo por delante, por supuesto: al igual que yo doblegué a González o el BBV, yo doblegaré a Pujol e Ibarretxe; yo doblegaré Marruecos y Gibraltar; yo doblegaré el botellón y la cuenca del Ebro; yo doblegaré las cajas de ahorro, jubilando anticipadamente a los desafectos; yo doblegaré la enseñanza progresista, reconvirtiéndola al cristianismo, y yo doblegaré a los sindicatos, imponiéndoles mi desregulación laboral. Y la urgencia se demuestra en el caso Liaño, sin tiempo de esperar a que se extingan sus antecedentes penales, porque tras retirarse Aznar ya no podría sostener como ahora: yo doblego a la justicia porque yo repongo de juez a Liaño.

Semejante yoísmo alcanza su cumbre en la imposición de la Ley de Partidos, con la que Aznar pretende realizar una carambola a cuatro bandas, pues simultáneamente espera decir: yo obligué al PSOE a firmar mi ley; yo me adelanté a Garzón ilegalizando a Batasuna; yo impedí que el PNV se apuntara el tanto de vaciar electoralmente a Batasuna, y, al frente de mi grupo parlamentario, yo doblegué a Batasuna. Pero un yoísmo tan delirante no surge de la neurosis, sino de la posición que ocupa un mandatario político que, habiendo renunciado a presentarse a su reelección, ya no puede hacer promesas futuras, por lo que ha de dejarlo todo atado y bien atado antes de retirarse. O dicho como el rey Sol: después de mí, el diluvio. Y que carguen con las consecuencias mis sucesores. De ahí que éstos se prevengan buscando antes la paz digital por lo que pueda pasar.

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