Tribuna:

El efecto Fontaneda

No sé qué pensarán ustedes, pero a mí me resulta harto sorprendente observar con qué energía patriótica presionan ahora los dirigentes políticos de la Junta de Castilla y León a United Biscuits ante el cierre de la factoría de galletas Fontaneda. Sorprendente, digo, porque no creo debiera esperarse tal cosa de un gobierno cuya ideología neoliberal está fuera de toda duda razonable. Según parece, una cosa es estar, así en abstracto, a favor del mercado, el libre movimiento de capitales y la iniciativa privada, y otra, muy diferente, aceptar el hecho de que todos estos factores se den cita, al m...

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No sé qué pensarán ustedes, pero a mí me resulta harto sorprendente observar con qué energía patriótica presionan ahora los dirigentes políticos de la Junta de Castilla y León a United Biscuits ante el cierre de la factoría de galletas Fontaneda. Sorprendente, digo, porque no creo debiera esperarse tal cosa de un gobierno cuya ideología neoliberal está fuera de toda duda razonable. Según parece, una cosa es estar, así en abstracto, a favor del mercado, el libre movimiento de capitales y la iniciativa privada, y otra, muy diferente, aceptar el hecho de que todos estos factores se den cita, al mismo tiempo, en un lugar preciso de la vieja Castilla, poniendo así en peligro algunos miles de votos que bien pudieran valer una Junta completa. También es mala suerte.

Ciertamente el caso Fontaneda es un ejemplo paradigmático de las contradicciones en las que el capitalismo globalizador sitúa a los políticos nacionales y locales, defensores espirituales del mismo. Para empezar, según su propia doctrina, United Biscuits, que es ahora la propietaria, tiene todo el derecho de comprar, abrir y cerrar las fábricas cuando, dónde y como le dé la gana (dentro de la legislación vigente, se entiende); hasta ahí podríamos llegar. La razón, de impecable lógica interna, es obvia: si uno no puede hacer en el futuro lo que desee con sus activos, entonces más vale abstenerse de invertir ahora. Sin seguridad jurídica patrimonial y un marco institucional estable no hay, a medio y largo plazo, inversión privada. ¿Desde cuándo, en la era de la economía moderna, aquélla debe estar sometida a otras consideraciones que no sean las estrictamente económicas?

Mi opinión es que, por diversas razones, los políticos castellano-leoneses no están ahora muy legitimados para la queja; la principal de ellas tal vez sea que se trata de colegas ideológicos de los mismos políticos que en su día asistieron impávidos a la venta de esta empresa, como de otras muchas (incluidas las públicas), a manos de las grandes multinacionales, bajo el pueril argumento de que en un mundo tan globalizado la nacionalidad de los propietarios ya no importaba. Y claro está, no importaba en las galletas, como no importaba en la maquinaria de oficina, los instrumentos de precisión, los ordenadores, los automóviles, la química, los plásticos, el aceite de oliva o Loewe. Todo fue vendido al mejor postor, y lo que no pudo venderse, porque no existía, ya fue cubierto en su día, muy oportunamente, por la inversión extranjera; de tal modo que ahora España puede ostentar el dudoso orgullo de tener nada menos que la mitad de su industria de más de 200 trabajadores, en manos foráneas; haciendo gala, eso sí, del talante más liberal (y papanatas) del mundo conocido.

Se me dirá que no es culpa de los gobiernos, sino del propio sector privado español, tan débil él desde siempre, y no les falta razón; lo que sucede es que aquéllos tampoco movieron ni un solo dedo para evitarlo, y hasta se permitieron el lujo, a través de apresuradas privatizaciones, de dejar a la suerte del mercado global a sectores estratégicos enteros como el de las telecomunicaciones o la energía; a los que, por cierto, les auguro una muy corta vida dentro del suelo patrio. ¿Cómo pueden ahora, en justicia, tocar a arrebato porque una compañía, con matriz en Inglaterra, decide cerrar una planta de galletas en Palencia? Aquellos polvos trajeron estos lodos.

Y es que, se mire por donde se mire, y digan lo que digan los apóstoles del Imperio, siempre será mejor ser globalizador que globalizado. Coca Cola, por ejemplo, podrá abrir o cerrar plantas de embotellado en un lugar o en otro según le convenga, pero la fórmula, los investigadores, los estrategas y el complejo pensante siempre estarán en Atlanta. Lo mismo puede decirse de Detroit en el caso de General Motors, Ford o Chrysler; o de Seattle, en el de Microsoft. ¡Por supuesto que la propiedad y la localización de la matriz importa! Por qué, si no, creen que Shröeder está preocupado con la suerte de Kirch en Alemania, y Bush con la penetración de Telefónica, Repsol y demás empresas europeas en Latinoamérica. En unos casos se trata de elementos de control económico que implican influencia y poder político; en otros, de intereses más prosaicos, puesto que, generalmente, tras la compañía en disputa, vienen otra muchas relacionadas con ella, en forma de proveedores y servicios, que también suelen tener su denominación de origen.

El hecho de que España sea uno de los poquísimos países del mundo desarrollado en el que la propiedad de las empresas importe un bledo a sus gobiernos, no es sino un signo más de la evidente inexistencia de estrategias económicas de largo alcance, y de la ausencia total de liderazgo en el terreno industrial. Globalizados, en fin, estamos, sin remedio, por méritos propios; aunque, eso sí, contentos por pertenecer al exclusivo club de los defensores a ultranza de la libertad de mercado.

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Pero no solamente es éste el problema; en el caso de Aguilar de Campoo y de toda la región castellana, el auténtico problema radica, sobre todo, en la clamorosa ausencia de alternativas industriales, de carácter endógeno, viables en la zona; fruto, entre otras cosas, de la prevención de sus políticos a interferir en el curso natural de las cosas dictado por el laissez faire doctrinario. De este modo la inexistencia de una activa política industrial, tecnológica y financiera, ha impedido la regeneración del tejido productivo local y el surgimiento de nuevos emprendedores, única vía conocida para el desarrollo a largo plazo.

Por supuesto, en el centro del poder económico mundial, tales prevenciones nunca se han planteado: los japoneses siguen aún hoy sin captar la diferencia real existente entre el sector privado representado por Mitsubishi, Sony o Toyota, y el público, por el MITI (Ministerio de Comercio Internacional e Industria), y, desde el mismo corazón del Imperio, mientras los asesores de Bush predican las bondades del no intervencionismo, él se dedica a hacer justo lo contrario, inundando de dinero público la industria aerospacial y armamentística, con los consiguientes efectos de arrastre en numerosos sectores punta, como los nuevos materiales, semiconductores, electrónica y telecomunicaciones. Ingenuos, tal vez, pero tontos, lo que se dice tontos, los americanos, no son.

En definitiva, que la verdadera cuestión de fondo no está en el cierre de una planta de galletas, sino en la debilidad secular del capitalismo español, convertido, en la práctica, en una mera sucursal de empresas multinacionales; y, junto a ello, en ese ridículo liberalismo provinciano de nuestros dirigentes, incapaces de abordar políticas económicas decididas (como las que se abordan en todo el mundo industrializado), para atacar el problema central del desarrollo de los espacios regionales. Yo dedicaría muchos más esfuerzos a todo ello y no tanto a decirle a United Biscuits lo que tiene que hacer con sus asuntos.

Andrés García Reche es profesor titular de Economía Aplicada de la Universidad de Valencia.

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