Tribuna:

La dificultad de protestar

Últimamente parece haber aumentado la cantidad de los que protestan con relación al número de personas que se dedican a todo lo demás. Las elecciones presidenciales francesas han confirmado esa impresión. Casi todo el mundo ha protestado con el voto, o ha protestado en vez de votar: lo hicieron los votantes del Frente Nacional, pero también los grupos de extrema izquierda; el voto inesperadamente aglutinado en torno a Chirac en la segunda vuelta también ha sido una protesta, en este caso contra quienes protestaron en la primera. En un mundo de escasa densidad ideológica, lo único que ofrece un...

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Últimamente parece haber aumentado la cantidad de los que protestan con relación al número de personas que se dedican a todo lo demás. Las elecciones presidenciales francesas han confirmado esa impresión. Casi todo el mundo ha protestado con el voto, o ha protestado en vez de votar: lo hicieron los votantes del Frente Nacional, pero también los grupos de extrema izquierda; el voto inesperadamente aglutinado en torno a Chirac en la segunda vuelta también ha sido una protesta, en este caso contra quienes protestaron en la primera. En un mundo de escasa densidad ideológica, lo único que ofrece una orientación segura es la protesta. Incluso se gobierna protestando; no es infrecuente que también los gobiernos se dediquen a hacer oposición cuando no tienen proyectos que puedan movilizar de otra manera.

A lo largo de la historia siempre ha habido quien decidía y quien protestaba; generalmente los primeros decidían contra los segundos, y éstos protestaban contra aquéllos. El reparto de papeles solía estar bastante claro. En el hecho de protestar no hay nada nuevo. Si los actuales movimientos de protesta tienen poco que ver con las antiguas rebeliones es por otro motivo. La novedad estriba en que esta protesta es cada vez más difusa e inarticulada, que en el fondo se proteste de que sea tan difícil protestar. Hoy más que nunca, protestar bien, con eficacia y oportunidad, razonable y convincentemente, no es nada fácil. Y tampoco es sencillo actuar correctamente ante la protesta; para ello se requiere entenderla bien, que suele ser algo distinto que atender a sus reivindicaciones literales. Hay que preguntarse qué significa socialmente, en general y en concreto, a qué se debe y qué se hace con ella. Y para todo esto se requiere un trabajo de interpretación bastante costoso, que comienza no dejándose atrapar por lo inmediato.

Para entender las protestas resulta necesario tomar en cuenta antes que nada las condiciones del mundo actual. El nuevo protestantismo consiste, a mi juicio, en que hace por un momento soportable la creciente incomprensibilidad del mundo, su complejidad. Quien protesta deja de estar a la intemperie y salva una convicción de la deriva general del mundo. Muchas protestas son, en el fondo, erupciones de autoafirmación. Con razón o sin ella, la protesta ante la globalización o los flujos migratorios, contra la inseguridad o la falta de representación, refleja lo difusos e inconcretos que son los miedos, las expectativas y las incertidumbres de nuestra sociedad. El malestar procede de unas amenazas difícilmente identificables, y eso es lo que produce una inquietud bien distinta de la que causan los peligros visibles. El contexto en el que ha de situarse la protesta es un mundo en el que es difícil establecer conexiones causales.

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Por eso la protesta es equívoca en muchos aspectos. En primer lugar, es arbitrario el destinatario: siempre han existido víctimas propiciatorias y no siempre han coincidido el culpable y el pagano, justos y pecadores. Para protestar contra A suele ser más eficaz golpear a B. Lo que ocurre es que ahora casi todos estamos bajo la categoría B, ya que no hay un responsable manifiesto y único de los males de la globalización o la inseguridad, de las amenazas contra las identidades tradicionales o de la incapacidad de los Estados para controlar los mercados. Los movimientos de protesta tienen precisamente la función de indicar un responsable en un mundo de escasa visibilidad. Sacan a alguien de la categoría B y lo ponen como si fuera A; por ejemplo, las multinacionales, el terrorismo internacional o los emigrantes de la localidad. El que esos culpables no lo sean tanto o no lo sean en absoluto convierte a esas operaciones expiatorias en protestas virtuales.

Si es difícil protestar, más aún es saber quién protesta, quién está detrás y qué es exactamente lo que quiere. Las protestas suelen amalgamar sujetos heterogéneos haciendo cierto aquello de Rousseau de que para unir a dos enemigos sólo hace falta encontrar otro enemigo común. La protesta establece solidaridades inéditas, en ocasiones grotescas, poniendo en un mismo frente a quienes, en otros aspectos, no tienen casi nada que compartir. También por esto es paradójica la protesta: al no configurar un sujeto coherente, no contribuye a aumentar la responsabilidad que lamenta. Se protesta irresponsablemente contra la irresponsabilidad. Como indicaba en estas mismas páginas Manuel Castells el pasado 25 de abril, hay en todo esto un problema de representación que agrava la ambigüedad. La gente no se siente bien representada y no vota para que le represente aquel que articula la protesta (seguro que en Francia muchos de los que han votado por los partidos más extremos no querrían ser gobernados por sus candidatos; más bien desean que los candidatos moderados gobiernen con algunas ideas de los extremos. Por eso quienes han de gestionar el descontento son otros distintos de los que han servido para sacarlo a la luz). La protesta no quiere cambiar de representante, sino modificar el sentido de la representación. Y para llamar radicalmente la atención hay que acudir a los extremos.

Las protestas, además, son ambiguas por sus efectos. No pocas veces tienen resultados inesperados. La elección de Chirac pasará a la historia en este sentido como ejemplo de un beneficiario insólito. Unos asustan y otros obtienen el beneficio electoral. Forma parte de la torpeza general de las protestas que muchas veces consiguen lo contrario de lo que se esperaba. Las protestas subvierten, pero también sirven para estabilizar y pueden ser utilizadas por la autoridad en su propio beneficio. Cuántas veces la represión se ha justificado precisamente porque existía una protesta, el terrorismo se vende como respuesta a la represión que él mismo genera o los gobiernos defienden como reacción frente al terrorismo lo que no hubieran conseguido de otra manera. En este sentido las protestas ejemplifican muy bien que vivimos en un mundo poblado de efectos secundarios, en el que hay una gran diferencia entre lo que se pretende y lo que se consigue.

Todo lo anterior pone de manifiesto la dificultad de interpretar las protestas y actuar en consecuencia. La simpleza y elementalidad de sus expresiones contrasta enormemente con estas complejidades que acabo de señalar. Quien tenga algo de competencia en los asuntos de que se trata no puede abandonarse a las atribuciones causales que la protesta maneja. La responsabilidad comienza recuperándose en el respeto hacia la complejidad de las cosas.

Pero el problema se agudiza cuando resulta que lo rechazado por muchas protestas es precisamente la complejidad. Por eso es tan peligroso e ineficaz, como advertía el sociólogo Luhmann, confundir la oposición con la protesta, hacer la primera con los medios, los métodos y la agenda de la segunda. La oposición es siempre parte del sistema político, y por eso ha de estar dispuesta a hacerse cargo del gobierno e incluso a colaborar ocasionalmente con él. Esto tiene un efecto disciplinante. Puede y debe criticar al gobierno, por supuesto, pero sin olvidar que en algún momento sus propios puntos de vista han de poder defenderse desde el gobierno. Los movimientos de protesta apelan a principios éticos, y cuando se tiene una ética es secundario si se tiene o no la mayoría. De ahí que la protesta pueda desentenderse completamente de la perspectiva de la gobernabilidad, motivo por el que resulta tan corta de vista.

Tengo la impresión de que en la forma actual de la protesta se hace visible la inquietud que produce el aumento general de incertidumbre en la cultura actual. La dificultad que los seres humanos tenemos para convivir con la ignorancia acerca de nosotros, de nuestro entorno y de nuestro futuro dispara las alarmas y los mecanismos de defensa contra lo desconocido. Se impone entonces lo que Odo Marquard llama 'la moratoria del no', algo que en términos más coloquiales se traduce en la expresión '¿de qué se habla, que me opongo?', lanzada para ganar al menos un poco de tiempo. Por supuesto que todos tenemos el derecho de pasar el menor miedo posible y la política consiste en convertir el temor en trabajo y darle una forma razonable. La gestión de la protesta ha de ser más inteligente que ella. Estamos en un campo de pruebas para la validez del viejo principio de que los sistemas sobreviven si tienen capacidad para aprender de sus críticos. En este caso hace falta mostrar que la heterogeneidad, el riesgo compartido, el futuro incierto, las instituciones flexibles, las identidades porosas y la territorialidad indeterminada son el estado normal de una sociedad abierta y constituyen el entramado de valores dentro del cual han de resolverse los problemas que esos mismos valores producen.

Daniel Innerarity es profesor de Filosofia en la Universidad de Zaragoza.

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