Crítica:

Energía interiorizada

En el desfile de grandes estrellas del teclado que pasan por el ciclo de la Fundación Scherzo hay, a lo largo del año, dos huecos muy significativos: el que ocupa un intérprete español (en esta edición, el excelente Josep María Colom) y el dedicado a la presentación de un artista joven, Hélène Grimaud. Dos factores llaman, de entrada, la atención. Uno es su personalidad, su libertad. Late en ella lo que podríamos llamar, para entendernos, el estilo Lockenhaus, uno de esos festivales insólitos al margen de todo ruido de moscas, en el que se hace música por el placer de hacerla.

Obviament...

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En el desfile de grandes estrellas del teclado que pasan por el ciclo de la Fundación Scherzo hay, a lo largo del año, dos huecos muy significativos: el que ocupa un intérprete español (en esta edición, el excelente Josep María Colom) y el dedicado a la presentación de un artista joven, Hélène Grimaud. Dos factores llaman, de entrada, la atención. Uno es su personalidad, su libertad. Late en ella lo que podríamos llamar, para entendernos, el estilo Lockenhaus, uno de esos festivales insólitos al margen de todo ruido de moscas, en el que se hace música por el placer de hacerla.

Obviamente, Grimaud ha estado allí, con su admirado Gidon Kremer, y eso es algo que, de alguna manera, se nota. ¿En qué? Pues, por encima de todo, en una cultura de las esencias musicales, al margen de modas y tendencias. Lo segundo tiene mucho que ver con lo anterior y se concreta en una energía en modo alguno pendiente de algo que no sea la propia interiorización del fenómeno sonoro.

Hélène Grimaud

Obras de Corigliano, Beethoven y Brahms. Ciclo de grandes intérpretes, organizado por Fundación Scherzo y patrocinado por El PAÍS. Auditorio Nacional. Madrid, 23 de abril.

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Con esas premisas, su recital de Madrid tuvo una rara coherencia y desembocó en una magistral, y nada fácil, versión de la tercera sonata de Brahms, muy alejada de la efusividad de Sokolov o de la seducción de Lupu, pero poseedora de una naturalidad que ni por asombro rozaba el frío objetivismo, aunque tampoco se pueda hablar de que fuese cálida. Antes, Grimaud se las vio con el Beethoven de la Sonata número 30, ligado a una fantasía de Corigliano sobre la Séptima sinfonía del compositor de Fidelio. La intencionalidad última de sus postulados interpretativos en estas obras se puso de manifiesto después, al escuchar su Brahms, con lo que todo quedó atado y bien atado en un concepto unitario.

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