Crónica:¿ADÓNDE VA ISRAEL?

Un plan de paz para Oriente Próximo

Tras el fracaso de las negociaciones israelo-palestinas y el estallido de la segunda Intifada, dos análisis han alcanzado un amplio consenso. Según el primero, ya se ha intentado encontrar una solución global capaz de acabar con el conflicto, y volverlo a intentar en el estadio actual no puede llevar más que a un fracaso. Según el segundo, una solución provisional constituye, entonces, la única salida de la crisis actual y podría tener éxito siempre y cuando se lleve a cabo de un modo adecuado. Pero, de hecho, hemos llegado al punto en que una coalición internacional dirigida por Estados Unido...

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Tras el fracaso de las negociaciones israelo-palestinas y el estallido de la segunda Intifada, dos análisis han alcanzado un amplio consenso. Según el primero, ya se ha intentado encontrar una solución global capaz de acabar con el conflicto, y volverlo a intentar en el estadio actual no puede llevar más que a un fracaso. Según el segundo, una solución provisional constituye, entonces, la única salida de la crisis actual y podría tener éxito siempre y cuando se lleve a cabo de un modo adecuado. Pero, de hecho, hemos llegado al punto en que una coalición internacional dirigida por Estados Unidos proponga un tratado que acabe definitivamente con el conflicto.

La idea de que sólo una política gradual puede resolver la crisis no se mantiene frente a la experiencia de la última década. Desde 1993, israelíes y palestinos han intentado sólo acuerdos provisionales. Por razonable que haya podido parecer esta estrategia al comienzo, en la práctica el método del paso a paso ha mostrado serias debilidades. A falta de una visión clara y neta de su propio futuro, las dos partes han utilizado el periodo provisional no como la oportunidad de preparar un acuerdo definitivo, sino como un mero calentamiento ante las negociaciones finales. Su consecuencia era la decisión de cada bando de aferrarse a sus bazas hasta el final de la partida. A los palestinos les repelía confiscar las armas o reprimir a los extremistas; los israelíes se resistían a la idea de devolver los territorios o acabar con los asentamientos salvajes.

Los intereses fundamentales de Israel son: preservar la identidad judía, garantizar la seguridad, mantener el vínculo con los lugares santos y establecer con seguridad el fin del conflicto con los palestinos y los Estados árabes
Los intereses palestinos son: vivir en libertad y seguridad, fin de la ocupación y acceso a la autodeterminación, solución al problema de los refugiados y control de las zonas sagradas cristianas y musulmanas en Jerusalén
Un tratado propuesto por una coalición internacional dirigida por EE UU pondría a ambos bandos ante la tesitura de aceptar o desafiar al resto del mundo
Para los refugiados palestinos volver a la región que tuvieron que abandonar en 1948 supondría franquear un umbral psicológico y político importante

Un acuerdo provisional, además, no vencería los males inherentes a la cultura de los acuerdos provisionales. Ni devolvería la confianza, ni llevaría a un acuerdo duradero y, de paso, consumiría una cantidad considerable de energía, tanto local como internacional.

Se puede tachar de los mismos defectos los planes que exigen la instalación inmediata de un Estado palestino unido a unas negociaciones futuras para fijar la amplitud, las prerrogativas y otras cuestiones relativas a su estatuto definitivo. Por lo que respecta a una retirada unilateral israelí de Gaza y de parte de Cisjordania, tal gesto no haría sino añadir a los problemas existentes el riesgo de aumentar el problema de los palestinos que creen que se puede echar a los israelíes por la violencia.

Como sugieren todos estos elementos, el enfrentamiento actual no constituye un argumento a favor de una acción modesta, sino un llamamiento para ponerse a pensar a lo grande.

El proceso entablado en Camp David se basaba en la creencia, ampliamente extendida, aunque errónea, de que un entendimiento auténtico y duradero sólo puede surgir de negociaciones directas entre israelíes y palestinos. Aunque esta idea pueda ser cierta respecto a los acuerdos provisionales o técnicos, no lo es respecto a un acuerdo permanente. Debido a la naturaleza de las interacciones entre las partes, al desequilibrio intrínseco de las fuerzas presentes y al carácter existencial de su antagonismo, se ha llegado a un punto en que las ventajas de las negociaciones entre israelíes y palestinos son mínimas, por no decir negativas. El tiempo de las negociaciones ha pasado, pues.

Argumentos falsos

En su lugar, hay que poner a las partes ante una solución definitiva, completa y no negociable. Los argumentos que se oponen a la idea de un esfuerzo inmediato para poner fin al conflicto son en parte falsos. Algunos dicen, por ejemplo, que una solución permanente debe esperar a que se cree confianza entre las dos partes. Pero la desconfianza, la hostilidad patente y la suspicacia son consecuencia del conflicto, y no su causa. La conclusión de un acuerdo no debería estar ligada a una confianza recíproca previa; es el acuerdo el que creará la confianza.

Otros escépticos señalan el giro a la derecha de la opinión pública israelí, una reacción a la Intifada y a la supuesta intransigencia palestina en 2000 y 2001, como un obstáculo insuperable para la aceptación de una solución definitiva en un futuro próximo. Pero esa misma opinión pública pasó muy rápidamente de apoyar al Gobierno más pacifista de toda la historia del país a elegir a una de sus representaciones más agresivas -lo que hace suponer que puede volver a bascular con la misma rapidez-. Si se presentara a los israelíes un acuerdo realista que pusiera fin al conflicto y contara con el beneficio del apoyo estadounidense, es más que probable que la mayoría lo aceptara. Y así como no hay que prestar demasiada importancia a la cólera aparente de la opinión israelí, sería un error sobreestimar el comportamiento de los palestinos en el pasado.

Muchas voces afirman, por último, que todo esfuerzo político debe esperar al cese de la violencia para que no parezca que se la recompensa. Sólo que la violencia es un efecto secundario de la relación política entre israelíes y palestinos y que es un lazo intrínseco que no puede romperse. La resolución sin violencia de un conflicto entre dos protagonistas básicamente desiguales sería una anomalía histórica. La violencia está latente en el enfoque provisional, del mismo modo que lo contradice. Israel cree que no puede negociar bajo las bombas, y los palestinos temen que sin la presión de las bombas, los israelíes dejarán de tener urgencia en negociar. La única manera segura de poner fin a la carnicería es ofrecer a ambas partes un modo equitativo y tangible de acabar con el conflicto latente.

El argumento a favor de un tratado global es, en última instancia, que se cree posible concebir un conjunto de medidas que protejan los intereses esenciales de las dos partes sin entrar en los temas 'prohibidos' de una y otra ni en sus exigencias no negociables. Los intereses fundamentales de Israel son: preservar la identidad judía, garantizar la seguridad, mantener el vínculo con los lugares santos de los judíos y establecer con seguridad el fin definitivo del conflicto con los palestinos y los Estados árabes. Estos principios se traducen en un conjunto de imperativos políticos: no a una llegada masiva de refugiados, que daría un vuelco al equilibrio demográfico de Israel; Jerusalén, capital de Israel; reconocimiento del lazo sagrado de los judíos con el monte del Templo; no a una vuelta a las fronteras de 1967; incorporación a Israel de la gran mayoría de los colonos en sus asentamientos actuales; no a un segundo ejército entre el Jordán y el Mediterráneo; el valle del Jordán, frontera oriental de seguridad de facto de Israel.

En lo que a los palestinos se refiere, sus intereses fundamentales se pueden enunciar así: vivir en libertad, dignidad, igualdad y seguridad, fin de la ocupación y acceso a la autodeterminación nacional, solución equitativa al problema de los refugiados, administración y control de los lugares sagrados cristianos y musulmanes de Jerusalén, garantía de que el acuerdo final, sea cual sea, cuente con el beneplácito y la legitimación del mundo árabe y musulmán. Estos principios se traducen también en una serie de medidas políticas: reconocimiento de un Estado palestino con auténtica soberanía sobre el equivalente del 100% de los territorios perdidos en 1967; solución al problema de los refugiados palestinos, dándoles la posibilidad de vivir donde sus antepasados o ellos mismos vivían antes de 1948; Jerusalén, capital de su Estado; garantías de seguridad sobre lo que sería una zona no militarizada.

Idea clave

Un examen atento de las negociaciones y encuentros informales del pasado entre israelíes y palestinos muestra que existe una solución. La idea clave para resolver el problema territorial son los intercambios: Israel se anexionaría un mínimo de tierra en Cisjordania y daría a Palestina el equivalente exacto de tierras oficialmente israelíes. De este modo, Israel incorporaría una gran parte de sus colonos asentados en Cisjordania y los palestinos alcanzarían su objetivo de una devolución territorial total. En el tema de la seguridad, lo fundamental reside en la no militarización del Estado palestino y la introducción de una fuerza internacional -bajo mando americano e incluyendo inicialmente una presencia israelí- estacionada en territorio palestino, en el valle del Jordán y a lo largo de la frontera con Israel, aumentando así la sensación de seguridad de ambas partes. La solución al problema de Jerusalén requerirá un entendimiento basado en la doble noción de autonomía religiosa y demográfica. En otros términos, los barrios habitados por judíos, incluso los de Jerusalén Este, se convertirían en la capital de Israel, y los barrios árabes, en la capital de Palestina. Cada religión tendría autoridad sobre sus lugares religiosos. Se tomarían disposiciones para garantizar la continuidad territorial de las dos capitales así como el libre acceso a los lugares religiosos de cada comunidad. En cuanto al estatuto de Haram al-Sharif o monte del Templo, la prioridad de Israel es preservar su vínculo con ese lugar, el más sagrado de todos.

Para los palestinos, se trata de mostrar bien claro, frente a su pueblo y más ampliamente frente al mundo árabe y musulmán, que el Haram les pertenece. Lo que debería contar en última instancia es garantizar a las dos partes lo que de verdad les importa. El control de Haram seguiría estando en manos palestinas. Al mismo tiempo, Israel obtendría garantías de que se prohibiría toda excavación sin su consentimiento expreso. Estas garantías estarían bajo la responsabilidad internacional.

El problema más espinoso

Falta lo que quizá constituye el problema más espinoso: el de los refugiados palestinos. Con una de las partes reclamando a voz en cuello su derecho al retorno y la otra oponiéndose categóricamente, parece que nos hallemos ante el típico caso en el que cualquier compromiso es imposible. A lo largo de las negociaciones de 2000 y 2001, los palestinos han subestimado la importancia de la asociación hecha por los israelíes entre el derecho -aunque sea teórico- de los palestinos al retorno y el espectro del fin de Israel como Estado judío. La única explicación pausible, a ojos de los israelíes, es que los palestinos continúan alimentando el deseo secreto de minar a largo plazo la viabilidad de Israel como Estado judío. Los israelíes, por su parte, han minusvalorado la gravedad de las reivindicaciones de los palestinos. Con dos tercios del pueblo palestino viviendo bajo el estatuto de refugiado, el nacionalismo palestino es aún, fundamentalmente, un movimiento de diáspora. El sentimiento de injusticia ligado a haber sido expulsados de su tierra irradia la conciencia nacional de los palestinos y ha configurado su lucha aún más que el deseo de tener un Estado independiente.

Una solución que diera satisfacción sólo a las reivindicaciones políticas de los no refugiados de Cisjordania y Gaza ignorando las exigencias políticas, históricas y éticas de los refugiados, sería íntrínsecamente inestable. Tendría una legitimidad cuestionable, minaría el nuevo Estado palestino y - muy inquietante desde el punto de vista israelí- dejaría abierta la posibilidad de que un número significativo de palestinos decidiera continuar la lucha. Aunque pueda parecer un modo de calmar la angustia israelí inmediata, el rechazo claro y neto del derecho de los palestinos al retorno no pondría fin al conflicto; sólo transferiría el lugar de los disturbios potenciales a la diáspora palestina, sin eliminar la amenaza que pesa sobre la seguridad de Israel.

El desafío consiste en encontrar una solución estable y duradera. Puede edificarse basándose en dos principios simples. El primero es que los refugiados deben estar en condiciones de decidir su retorno a la región en la que vivían antes de 1948 (o vivir en Palestina o establecerse en otro país o integrarse en su actual país de acogida). El segundo es que dicho retorno debe ser compatible con el ejercicio del poder soberano de Israel sobre quién entra en Israel y los lugares de reasentamiento.

Numerosos refugiados desean probablemente volver a vivir en su casa. Pero esas casas, y con mucha frecuencia los pueblos en las que estaban, ya no existen o están habitados por judíos. El segundo imperativo, también desde el punto de vista de los refugiados, sería vivir entre gente que comparte sus costumbres, su lengua, su religión, su cultura (es decir, entre los actuales ciudadanos árabes de Israel).

Israel instalaría a los refugiados en sus territorios de población árabe a lo largo de las fronteras de 1967. Estas regiones serían después incluidas en los territorios intercambiados con Palestina, con lo que terminarían perteneciendo al nuevo Estado palestino. Esta solución, sumada a unas generosas compensaciones económicas y otros incentivos para animar a los refugiados a instalarse en otros países o en Palestina, tendría unas ventajas fundamentales.

Por una parte, los refugiados palestinos obtendrían el derecho al retorno. Para ellos, volver a la región de la que habían huido o habían sido obligados por la fuerza a abandonar en 1948 supondría franquear un umbral psicológico y político importante. Es cierto que los refugiados no recuperarían su casa de antaño, pero vivirían en un medio más familiar y más hospitalario -y que al fin del proceso no estaría gobernado por los israelíes, sino por su propio pueblo-. El intercambio permitiría a Palestina obtener tierras de mucha mejor calidad que los desiertos adyacentes a Gaza que se les ofrecieron en el pasado. Para los israelíes, esta solución mejoraría sensiblemente el equilibrio demográfico, porque la transferencia de tierras tiene como efecto secundario la disminución del número de israelíes árabes.

Es posible que algunos palestinos avancen que el plan expuesto más arriba no es más que un maquillaje haciendo pasar una reimplantación en Palestina por un retorno de los refugiados a sus tierras de antes de 1948. Pero, ¿tienen los refugiados ganas de vivir en zonas judías que forman parte de un país extranjero? ¿Prefieren vivir bajo la autoridad israelí o palestina? Y, ¿hay otro modo de poner en práctica el derecho palestino al retorno sin cuestionar la identidad judía de Israel?

Cumplir los compromisos

En el curso de la pasada década, israelíes y palestinos han sido renuentes a cumplir los compromisos adquiridos, y la comunidad internacional no ha hecho nada para obligarles a hacerlo. La puesta en marcha del acuerdo sobre un estatuto definitivo exigirá ahora de medios para persuadir a ambas partes a que esta vez cumplan sus compromisos. Una fuerza internacional bajo mando estadounidense contribuiría a suministrar dichas garantías. Esa fuerza no se contentaría con verificar las cosas sobre el terreno (aunque también forme parte de su misión, con lo que se añadiría un elemento ausente en los precedentes acuerdos). La fuerza internacional actuaría también como mediador y árbitro neutral, al que, por ejemplo, los palestinos entregarían las armas, y los israelíes, las tierras. La ejecución de estas medidas sucesivas podría estar ligada a un sistema transparente de incentivos y disuasiones internacionales (ayuda económica a palestinos y asistencia a la seguridad a Israel).

La paradoja es que, si bien desde hace cierto tiempo se han admitido globalmente las líneas fundamentales de una posible solución, el método para alcanzarla escapa a todas las partes desde el principio. La naturaleza del conflicto, el desequilibrio de fuerzas, las políticas interiores de los dos bandos, la personalidad de los negociadores, el perfil psicológico de los dirigentes, son los factores que han impedido a los protagonistas avanzar hacia una solución. Para salir de este punto muerto es necesario ahora un proceso innovador, un modo de dirigir la diplomacia que sea independiente de la voluntad y los caprichos de los dirigentes de ambas partes, que no satisfaga obligatoriamente sus preferencias inmediatas y haga caso omiso de sus objeciones eventuales. Llevar a buen término semejante empresa necesitará la intervención vigorosa de actores exteriores, capaces de presentar un conjunto de medidas en sintonía tanto con las aspiraciones de los israelíes como con las de los palestinos, demostrando así que es efectivamente posible salir del punto muerto.

Amplia coalición

Dirigido por EE UU, este esfuerzo debería incluir a una amplia coalición de países europeos, árabes y otros y a instituciones capaces de garantizar la seguridad, pero también un apoyo económico y político a israelíes y palestinos. La propuesta debería ser ratificada por una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU y llevar aparejada una serie de disposiciones anexas tales como un tratado de defensa entre Israel y EE UU, la posible entrada de Israel en la OTAN, el compromiso de las naciones árabes de reconocer el Estado de Israel e iniciar la normalización de sus relaciones (proceso que, para culminar, exigirá un tratado de paz con Siria), garantías de Estados Unidos y la UE respecto a la seguridad del Estado palestino y una ayuda financiera importante que permita la construcción económica del nuevo Estado.

La presentación enérgica por parte de una coalición internacional dirigida por EE UU de un tratado como el definido más arriba pondría a los dirigentes de ambos bandos ante la tesitura de aceptar firmar o desafiar al resto del mundo. Una primera respuesta negativa por una o ambas partes liquidaría la iniciativa, ni le restaría importancia, pues esta propuesta, como tal, marginaría a los renuentes a adoptarla y desencadenaría una dinámica política que, a la larga, impondría un cambio en la inclinación de los dirigentes (o un cambio de dirigentes).

Pocas veces un tema ha hecho correr tanta tinta como el de si los dirigentes israelíes y palestinos desean de verdad, o pueden llegar, a un acuerdo definitivo. Se cree que estas preguntas son clave y que sus respuestas pueden abrir la puerta a un arreglo pacífico. No lo son. Ahora, el fin no debería ser conformarse con las limitaciones de los dirigentes israelíes y palestinos ni adaptar el esfuerzo para ajustarlo a sus propensiones; por el contrario, debería consistir en despojar de toda pertinencia las limitaciones impuestas por los dos campos. Cuando la violencia es una continua amenaza y la aplicación de un acuerdo equitativo se estanca a la vista de todos, la perspectiva de esperar tranquilamente a que esos dirigentes terminen por negociar un tratado, o a que las partes vuelvan a tener confianza, suena cada vez más a hueco. Ha llegado la hora de un esfuerzo que no sea impulsado ni de arriba hacia abajo ni de abajo hacia arriba, sino de fuera hacia dentro, la hora de que actores externos presenten enérgicamente un tratado global, equitativo y duradero.

Un nutrido grupo de judíos ultraortodoxos ante el Muro de las Lamentaciones, en Jerusalén.AP

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