Columna

Elecciones y modernización

La campaña electoral francesa ya está en marcha. Los candidatos han asumido oficialmente su función, se han allegado los presupuestos millonarios que su ejercicio reclama, los partidos han montado sus cuarteles generales para las elecciones, los medios de comunicación han abierto, con desgana, pero con docilidad, sus compuertas electorales, y el soporte escrito, fundamental en este país, ha hecho su aparición en las librerías; hasta ahora, 23 libros de y sobre los candidatos, que seguramente acabarán siendo más de 30. La secuencia elecciones presidenciales-elecciones legislativas ocupará, dura...

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La campaña electoral francesa ya está en marcha. Los candidatos han asumido oficialmente su función, se han allegado los presupuestos millonarios que su ejercicio reclama, los partidos han montado sus cuarteles generales para las elecciones, los medios de comunicación han abierto, con desgana, pero con docilidad, sus compuertas electorales, y el soporte escrito, fundamental en este país, ha hecho su aparición en las librerías; hasta ahora, 23 libros de y sobre los candidatos, que seguramente acabarán siendo más de 30. La secuencia elecciones presidenciales-elecciones legislativas ocupará, durante cuatro meses sin solución de continuidad, el territorio de la política francesa. Prácticamente para nada. Ya que no se trata de la repulsa global de los estudiantes del 68 y de su vindicativo slogan élections, piège à cons -elecciones trampa para gilipollas-, sino de que hoy todos sabemos que, en el contexto del pensamiento único, la sola consecuencia del proceso electoral es la eventual alternancia gobernante de los mismos, decisiva para la élite en el poder e irrelevante para el resto de la ciudadanía, puro intercambio de etiquetas y posiciones en el seno de la clase dirigente, tedioso espectaculo de la insignificancia. Por otra parte, las elecciones, que son la expresión más obvia de la participación ciudadana, han dejado de cumplir la función legitimadora que hasta ahora ejercían a causa del aumento progresivo de la abstención y de la futilidad del debate político.

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Una contienda inane que pone aún más de relieve la vacuidad del discurso, el bajísimo rasero de los enfrentamientos ideológicos reducidos a luchas personales por el poder y que, con carácter más general, subrayan el cretinismo doctrinal y programático dominante. Ese hastío que producen las rituales descalificaciones entre los equipos de Chirac y los de Jospin; ese interminable peloteo de corrupciones -tú me echas un corrupto a la cara y yo te contesto con corrupto y medio-; los inmisericordes navajeos en el interior de cada bando, en la derecha entre formaciones políticas -RPR, UDF y DL- y entre aspirantes a jefes de Gobierno del futuro presidente Chirac; y, en la izquierda, la insoportable monotonía de las rupturas y las paces entre los diferentes componentes de la izquierda plural, o la mostrenca disputa entre el apolillado republicanismo nacional de Chevènement y el huero internacionalismo de los europeístas, y de los Verdes, todo ramplón, superficial, menor, absolutamente ininteligible para quien no está metido en esa cocina partidaria. Estamos antes una clase política -no sólo la francesa- sin ideas y sin coraje, obnubilada por sus rivalidades de pesebre, incapaz de proponer respuestas válidas a las perplejidades y a los conflictos con que hemos iniciado el siglo XXI.

De aquí que las principales fuerzas políticas privilegien electoralmente el centro y que desde hace años la modernización sea el gran tema-refugio. La tercera cumbre de los modernizadores la semana pasada en Estocolmo ha sido de nuevo desconsoladora para la izquierda. ¿Cómo es posible que las innumerables fundaciones y think-tanks de la socialdemocracia no hayan dado con otra referencia y que Jospin la haya constituido en eje de su futura campaña? ¿Es necesario recordar que Eisenstadt (1963,1964,1966, etcétera), Daniel Lerner (1964), Neil Smelser (1964), Wilfred Smith (1965), Marion Levy Jr. (1966) y tantos otros hace casi cuarenta años que abordaron la problemática de la modernización y que desde entonces, abandonando su fecundidad inicial, discutible pero cierta, en el ámbito teórico y académico, se ha instalado en la práctica política funcionando, casi siempre, como coartada del escapismo de los líderes? Y, sobre todo, ¿cómo seguir echando mano desde la izquierda europea de una categoría temática cuya identificación con el modelo occidental, considerado como el estadio final de la evolución de la humanidad, la enclaustra en el etnocentrismo euroaméricano y cuyo agotamiento conceptual -entre la hipermodernidad, la modernidad tardía y la postmodernidad- la incapacita para enfrentarse con los grandes problemas de nuestras sociedades: exclusión, individualismo, inmigración, mundialización, violencia, panmediatización, etcétera? ¿Será capaz la izquierda francesa de romper durante los próximos meses una circularidad modernizadora y socialiberal que la condena a la impotencia?

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