Columna

Un cura 'guay'

Me contaba un gobernador civil, por los años de la transición, lo que le pasó con un cura de vida alegre de un pueblo de la provincia, denunciado por las fuerzas vivas del lugar. Piedra de escándalo por sus correrías sexuales, y en los años duros del franquismo, es fácil imaginar en qué estado de alarma puso aquel depravado las coordenadas todas del sistema, pero, eso sí, dentro de la más estricta reserva oficial. Lo malo, como en las malas películas, fue la aparición del percance imprevisible. El gobernador tenía sobre su mesa un informe pormenorizado de las andanzas del clérigo, con t...

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Me contaba un gobernador civil, por los años de la transición, lo que le pasó con un cura de vida alegre de un pueblo de la provincia, denunciado por las fuerzas vivas del lugar. Piedra de escándalo por sus correrías sexuales, y en los años duros del franquismo, es fácil imaginar en qué estado de alarma puso aquel depravado las coordenadas todas del sistema, pero, eso sí, dentro de la más estricta reserva oficial. Lo malo, como en las malas películas, fue la aparición del percance imprevisible. El gobernador tenía sobre su mesa un informe pormenorizado de las andanzas del clérigo, con toda clase de detalles sobre a quiénes había acometido con su ímpetu amatorio, el cómo, el cuándo y demás peliagudas circunstancias. En algún momento, un funcionario de la delegación retiró los papeles de la mesa, junto con otros, y acabó traspapelando el informe. Éste, sin duda por mano del Diablo -siempre al acecho-, acabó en la imprenta del Boletín Oficial de la Provincia. Y allí se publicó enterito. Cuando el gobernador civil fue advertido de la fatal peripecia, se desplomó en su sillón y apeló a las profundidades de la tierra. Esperando que de un momento a otro se armara la tremolina, permaneció en su despacho, viendo angustiado cómo pasaban minutos interminables, horas eternas..., seguro de que de un momento a otro sonaría el teléfono azul o llegaría el siniestro motorista. Pero pasaron los días, y las semanas, y también los meses, y nada más pasó. ¿Por qué? Muy sencillo: nadie leyó nunca aquello. Y el gobernador civil siguió en su puesto, hasta que otras marejadas se lo llevaron por delante.

Contrasta fuertemente lo ocurrido entonces con lo de ahora, donde prima sobre todas las cosas el alarde publicitario del asunto, a instancias del propio interesado, el ya famoso cura de Valverde. Pero hay algo que apenas ha cambiado: la afición lectora de la feligresía, que sigue siendo escasa. En las declaraciones de José Mantero, el autopublicitado vicario gay, se percibe una cierta contrariedad por el hecho de haber salido del armario, voluntariamente, a través de un artículo publicado en una revista del pueblo, en julio del año pasado, sin que nadie se percatara de ello cabalmente. Bien es verdad que, leído el texto con atención, la cosa resulta más bien parabólica. Y no es raro que los católicos de infantería, acostumbrados a entender lo que a cada cual le parece en el ambiguo lenguaje de la Iglesia, creyeran que el bueno de Pepe, este cura tan guay, se estuviera refiriendo a sabe Dios qué, nunca mejor dicho.

En la tremolina que se ha formado, ahora sí, muchas cosas llaman la atención. Son primeras las numerosas traiciones del lenguaje popular. 'Es homosexual, pero con unas pelotas así de gordas', decía, por ejemplo, un parroquiano en la crónica de este periódico del día 2, como si la valentía fuera prerrogativa excluyente de los heterosexuales masculinos de la especie. Desde luego a cualquiera le hace falta valor para enfrentarse con los obispos españoles, en esta hora de acelerado retorno a las cavernas y cuando el Opus Dei, otra vez dominante, se apresta a festejar la canonización del atildado curita de Barbastro. Yo a lo más que me atrevo es a darle ánimos al de Valverde, y decirle que no desespere. Que dentro de quinientos años ya lo habrán perdonado, aunque esa temporada en el Infierno no se la quita nadie.

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