Columna

Pepe

Yo fui hasta Valverde del Camino invitado por Manolo Becerro, uno de los redactores de la revista Ña-ña con el que había colisionado un par de semanas atrás, mientras los dos paseábamos por la plaza del pueblo. Esa misma plaza nos sirvió de escenario donde tomar un café, en medio de un amplio velador rodeado de ancianos, camareros y la luz castaña de la tarde, que ya iba introduciéndose de contrabando en el interior de las tazas. Con Manolo apareció un individuo ensuciado por una barba de tres días, que paseaba una escandalosa sortija de metacrilato violeta en el anular de la mano izqui...

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Yo fui hasta Valverde del Camino invitado por Manolo Becerro, uno de los redactores de la revista Ña-ña con el que había colisionado un par de semanas atrás, mientras los dos paseábamos por la plaza del pueblo. Esa misma plaza nos sirvió de escenario donde tomar un café, en medio de un amplio velador rodeado de ancianos, camareros y la luz castaña de la tarde, que ya iba introduciéndose de contrabando en el interior de las tazas. Con Manolo apareció un individuo ensuciado por una barba de tres días, que paseaba una escandalosa sortija de metacrilato violeta en el anular de la mano izquierda y se ocultaba detrás de unas gafas de esquiador que no hubieran desentonado en una película de George Lucas. Lo único que supe de él es que se llamaba Pepe, antes de que me hiciera una foto para la revista y conversáramos durante una apacible hora de las mulatas de Cuba, de Vázquez Montalbán, del futuro incierto de Izquierda Unida, de las dificultades para conseguir una marihuana medianamente decente en los tiempos que corren. Cuando Pepe se retiró y Manolo y yo subimos a la redacción de la revista para contemplar los tejados y las espadañas de Valverde, me enteré de que era cura por una foto cómicamente situada sobre un escritorio en la que aparecía dando misa: el hombretón que yo acababa de conocer con sus gafas siderales y el anillo morado desentonaba en el interior de la casulla de la misma manera flagrante en que nuestros cuerpos desmienten los trajes de piratas con los que posamos disfrazados frente a las instalaciones de Isla Mágica. Me preguntaba cómo una persona de su talante, preocupado por los problemas sociales, estéticos y políticos de la más rabiosa actualidad, podía vivir confinado en ese reducto para momias que es la Santa Iglesia Católica, obedeciendo las órdenes de superiores que no se habían caracterizado precisamente por su interés en sumarse a la velocidad de los tiempos.

Pregunta que volví a hacerme en cuanto me enteré de que Pepe Mantero, atacado por un suicida prurito de sinceridad, había saltado a los medios para confesar a bombo y platillo que no sólo es homosexual sino que la regla del celibato le merece una olímpica indiferencia. Me parece que volvemos a encontrarnos frente al síndrome de la profesora de religión: signos evidentes de que los católicos avanzan al paso del resto de la sociedad mientras sus jerarquías se han encasquillado en aquellos siglos en que la posibilidad del disenso pasaba forzosamente por la excomunión y la brea. Pero lo que yo no entendía, lo que sigo sin entender, es cómo gente que respalda evidencias como la contracepción, el divorcio, la libertad sexual puede seguir participando de la institución que más daño ha hecho al pensamiento libertario en veinte siglos de Historia. Admito y respeto la fe de Resurrección Galera, José Mantero y tantos otros porque creer en Dios es algo que puede pasarle a cualquiera: no comprendo que esas personas, desde el aula o desde el púlpito, se dediquen a propalar entre la población los idearios que aplastan sus convicciones, los mismos dogmas que les mandan callar o los expulsan de los centros educativos. Deseo lo mejor a Pepe Mantero, incluso cuando se obceque y decida seguir en ese puesto que tan poco le conviene; seguramente un alma de su tamaño se aproveche mejor en otros menesteres.

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