Columna

Sexo en el seminario

Pasé tres años en un seminario de la cuenca del Duero, y vi poco sexo por allí, aunque ahora me acuerdo de un cura que, después de cenar, ya con todos los internos en el lecho, solía ir a la apartada enfermería, donde prestaba sus servicios y pernoctaba una mujer algo mayor que tenía un remoto parar de libertina. Recuerdo, además, que en los patios de recreo, entre largas ristras de chistes pornográficos, siempre había alguien que afirmaba que se producían desbordamientos y placeres entre el cura y la enfermera, que eso era seguro, y también sé de un alumno encendido que se ofreció a la dama, ...

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Pasé tres años en un seminario de la cuenca del Duero, y vi poco sexo por allí, aunque ahora me acuerdo de un cura que, después de cenar, ya con todos los internos en el lecho, solía ir a la apartada enfermería, donde prestaba sus servicios y pernoctaba una mujer algo mayor que tenía un remoto parar de libertina. Recuerdo, además, que en los patios de recreo, entre largas ristras de chistes pornográficos, siempre había alguien que afirmaba que se producían desbordamientos y placeres entre el cura y la enfermera, que eso era seguro, y también sé de un alumno encendido que se ofreció a la dama, exhibiendo su desnudez gratuitamente, y parece ser que sí, que hubo más pecados en aquel botiquín solitario. El cura nocturno, cuyo nombre germánico he vuelto a ver hace meses en un listado de Gescartera, velaba por nuestra integridad moral. Sucedía en las tardes de junio, cuando éramos obligados a dormir la siesta, invento español del que abomino. Yo no dormía, claro, y me quedaba tendido en mi celda, a oscuras, por ser obligatorio bajar la persiana. Ya en la penumbra, y para combatir el tedio, imaginaba allí viajes que me gustaría hacer, goles que nunca fui capaz de marcar y también evocaba a alguna chica del Bierzo que me gustaba. Luego, al poco, el cura del dispensario abría raudamente la puerta del cuarto, verificaba la exacta posición de mis manos y se iba después de constatar, una vez más, que no me había sorprendido enredado en torpes tocamientos. Otro clérigo más mayor, que había sido guardia civil y que era de un pueblo de Ourense, nos decía que, al ducharnos, tuviéramos buen cuidado de asistirnos con esponja al atender la higiene de nuestras partes pudendas, y ello porque era tan delicada la piel de dicha zona que resultaba muy fácil que con las uñas, sin ir más lejos, diéramos en levantarnos la epidermis y provocar así una peligrosísima hemorragia. Este consejo me turbó durante mucho tiempo y me cerró cualquier camino hacia el vicio solitario, pues más temía yo entonces una herida vergonzante en la tierra que una condena eterna en el infierno. Con piel o sin piel.

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